China y la «anormalidad» asiática

In Análisis, Política exterior by PSTBS12378sxedeOPCH

Casi nadie duda ya del traslado del epicentro económico hacia el Pacífico, fenómeno determinado por el ascenso de potencias como China e India. Tan vertiginoso proceso en lo económico, plagado de enormes fragilidades y contradicciones en el orden interno, ha tenido, por el momento, escaso impacto en la estructura de poder internacional. En el caso de China, es verdad que hay indicios de cierta proyección, pero su peso económico actual es claramente asimétrico con respecto a su presencia, peso y responsabilidades contraídas en organismos clave del sistema mundial.

En ello influyen varios factores. En primer lugar, el propio deseo chino de no precipitarse, lo que no equivale a un ejercicio de modestia, sino más bien a una estrategia precisa que trata de evitar ser engullida por las demás potencias. El bajo perfil y escasa influencia de Rusia en el G8 es una evidencia clara para Beijing de que la simple presencia no garantiza el disfrute de una cuota de poder real. En segundo lugar, las dudas y temores que rodean el enigma chino, es decir, cuál será el país resultante del actual proceso, en que medida se sumará a la comunión de valores occidentales o si, por el contrario y como reiteran sus dirigentes, seguirá un camino propio que pudiera llegar, aún sin desearlo, a entrar en conflicto con las potencias occidentales. En tercer lugar, las dificultades existentes para la superación de lo que podríamos llamar la “anormalidad” asiática.

Solo ateniéndonos a tres casos (Japón, Corea o la propia China) nos podemos percatar de las inmensas dificultades que encara la normalización regional. Ni Japón, ni Corea, ni la propia China, pueden ser considerados países “normales”. En el caso de Tokio, el ex premier Shinzo Abe planteó un programa político ambicioso para superar esta pesada herencia, pero solo pudo llevarlo a cabo muy parcialmente con la creación del Ministerio de defensa y el impulso a la participación en misiones internacionales. En el caso coreano, la división de la península y la problemática que generan las ambiciones nucleares de Pyongyang, establecen una seria hipoteca para la seguridad regional. Y en el caso de China, el problema de Taiwán, que no renuncia del todo a ser un país “normal”, complica enormemente la superación de uno de los hechos que más pesa en el imaginario chino, la unificación, sin cuyo logro, nunca China se dará por satisfecha aun cuando pueda llegar a ser la primera potencia económica del planeta.

China, Japón, Corea del Sur, India, por supuesto, se han comprometido con una clara estrategia de proyección internacional que le facilita una mayor presencia en determinados entornos geográficos como también un mayor impulso a la significación en organismos clave. No obstante, tanto empeño aparece lastrado por sus taras internas, una herencia producto de la historia más o menos reciente, y por las dificultades para entablar un diálogo interasiático sincero y franco en aspectos que no solo tengan en cuenta la dimensión económico-comercial, sino también lo político, la seguridad y lo estratégico. Esa incapacidad impide la efectiva autonomización de la región en el escenario internacional y facilita la permanente intervención arbitral y moderadora de Estados Unidos.

Sin que se produzca un salto cualitativo en las relaciones entre las principales potencias asiáticas, acorde con su peso económico y significación, resultará complicada tanto su normalización individual como la traslación de ese poder económico a otros ámbitos de las relaciones internacionales. Lo que facilita, en cierta medida, la proyección mundial del poder estadounidense, además de la fuerza de su economía y sus ejércitos, es contar con un entorno regional inmediato en un relativo orden. Igualmente, en Europa, el entendimiento entre Francia y Alemania es la clave de la estabilidad continental. ¿Podría darse en Asia oriental una relación similar entre China y Japón? ¿O la ecuación requiere un entendimiento que incluya también a India? Las diferencias, a pesar de lo avanzado últimamente, parecen enormes aun para que pueda llegarse a ese estadio.

China es consciente de los temores que suscita su creciente poder, no solo en Occidente, también en el entorno regional, entre países grandes y pequeños. Por eso, ha tratado de conducirse como una potencia responsable tanto en situaciones de crisis económica (como la financiera de 1997), como política (caso del diálogo hexagonal sobre Corea o multiplicando los foros de diálogo subregional). Pero en el entendimiento con Japón e India radica la clave para que el ascenso económico asiático pueda derivar también en una máxima incidencia política global, superando y acomodando las rivalidades naturales por el liderazgo. Los disensos, la considerable influencia en la región de otros actores globales y la superación de las propias anormalidades heredadas del pasado –y en gran medida derivadas de una relación conflictiva con Occidente- constituyen las taras mayores. Mientras esto siga así, sin hegemonía regional clara y con desafíos de tanta envergadura, la revisión en lo político parece lejana y China podría necesitar mucho tiempo para consolidar del todo su emergencia y para visibilizarla de modo efectivo en las principales instancias internacionales.