La credibilidad del mediador

In Análisis, Política exterior by PSTBS12378sxedeOPCH

 La gira del vicepresidente Joe Biden por Asia oriental no parece haber contribuido a pacificar los ánimos, caldeados de nuevo tras el establecimiento por parte de China de su primera ZIDA (Zona de Identificación y Defensa Aérea), una iniciativa conforme con el derecho internacional, de naturaleza defensiva, tardía y relativamente modesta si la comparamos con las de sus vecinos (Japón la estableció hace cuarenta años y es diez veces mayor), pero de difícil reconsideración… Tokio sigue enervado, Seúl anuncia la ampliación de la suya hacia el sur, y China estará ponderando si establece otra similar que abarque el Mar de China meridional….

Washington, poco distanciado, ha reivindicado su papel mediador en las disputas asiáticas, un propósito formalmente fundamentado en su afán de garantizar la libertad de navegación en aguas en las que reforzaría en los próximos años su presencia militar (Pivot to Asia). Dos hipotecas principales acompañan esa estrategia. La primera, el espaldarazo que en la práctica está suponiendo a las políticas de división y confrontación al reforzar sus alianzas militares con algunos países de la región o propiciando acuerdos de integración económica que pueden ser leídos en clave excluyente (TPP frente a RCEP). Con su política de bloques, claramente deudora de otros tiempos, ansía reposicionarse en la región. La segunda, que la mediación requiere la credibilidad, es decir, la confianza de las partes en la voluntad objetiva del mediador y esta se cuestiona severamente al tomar partido de forma evidente y nada disimulada.

 A día de hoy, la neutralidad de EEUU en los conflictos asiáticos es una quimera. La razón última radica en su vocación instrumentalizadora para preservar su hegemonía en la región y en el mundo fortaleciendo las alianzas con quienes están dispuestos a plantar cara a la emergencia china, su principal reto estratégico. Nada sorprendente, por otra parte, aunque está por ver en qué medida EEUU puede garantizar a medio plazo, con una economía seriamente diezmada y una crisis política interminable, sus compromisos con los países de la región y en qué proporción estos aceptan entrar en el juego desoyendo los llamamientos chinos a buscar un entendimiento siguiendo las formas y modos de la región.

Para China el reto es doble. De una parte, debe moderar tensiones y ofrecer garantías a aquellos vecinos que alimentan las mayores reservas. Da la impresión, por ejemplo, de que esto pudiera estar funcionando con Vietnam. En ese proceso se re-encuentra actualmente como se ha podido constatar en las recientes giras de sus principales líderes por la región, conminando a una introspección asiática orientada hacia el progreso y desarrollo de la zona. De otra, debe mejorar la comunicación con EEUU para desarmar su caracterización como “amenaza”, disipar la confrontación y generar ese espíritu de beneficio mutuo en ese proceso que le llevará inexorablemente a la cima, circunstancia que a Washington –y no solo- le cuesta asumir.

Esta dinámica de tensión que propicia el ascendente militar en la seguridad regional es extremadamente negativa y perjudicial para los intereses de China. Para trascender las alianzas militares, en general aplica la lógica de la integración económica a través de mecanismos e instituciones que aseguren la convergencia, una dinámica esta que EEUU nunca ha sabido privilegiar. Basándose en dicho axioma, China está dando nuevos empujones a su presencia global, ya sea en Europa, América Latina o África. También en Asia, tanto central como oriental o meridional. Es un esfuerzo ingente con el que trata de generar nuevos polos de cooperación que moderen la significación e importancia del mundo desarrollado y quizás, poco a poco, circundado y acorralado.

La cuestión clave es la comunicación. Biden, en su visita a China, alentó a los estudiantes en Shanghai a poco menos que rebelarse contra el poder (debe ser más o menos lo que dice, por ejemplo, a las mujeres sauditas cuando visita Riad). Cabe imaginar el sonrojo de Beijing ante el “rojerío” de Biden, pero el episodio es revelador de cuán grande es el reto que ambos países deben encarar.

Entre Beijing y Tokio, la comunicación se diría que está a niveles ínfimos y con EEUU  acostumbra a llegar tarde. En Tokio, Biden se abstuvo de comprometerse con la exigencia de retirada de la ZIDA de China, pero persiste el riesgo de que Abe se sienta avalado por EEUU a la hora de llevar a cabo su política de hostilidad hacia China, lo que dificultará a corto plazo las posibilidades de entendimiento de EEUU y China.

Esa necesidad de fortalecer la comunicación estratégica fue advertida por los dirigentes chinos pero es evidente que no existe coherencia práctica ni en una ni en otra parte. Ni China alertó previamente a Washington de su decisión de implementación de la ZIDA ni EEUU hace lo propio con Beijing respecto a sus planes militares en la región (por ejemplo, cuando anunció la base de marines en Darwin, Australia).

Cabía imaginar que el “nuevo modelo de relaciones” promovido por ambas partes no iba a ser fácil de construir pero, por el momento, parece que todo se encamina hacia la reproducción del viejo modelo, sin que las ambiciones de unos ni los temores de otros encuentren mejor acomodo.  

Si Biden es imparcial y objetivo deberá reconocer que no es para tanto la que se ha montado con la ZIDA china. Solo cabe entender tales reacciones si el objetivo último consiste en incrementar el argumentario para reforzar alianzas militares que conducen directamente a la confrontación. Pero esto en modo alguno puede ayudar a mejorar la relación ni a confiar los unos en los otros, animando, por el contrario, a resucitar el espíritu de guerra fría. ¿Habrá que convocar otra partida de ping-pong?…