La responsabilidad internacional de China

In Análisis, Política exterior by PSTBS12378sxedeOPCH

El pasado 19 de noviembre, Robert Zoellick, presidente del Banco Mundial, urgía a China desde Bruselas para que adoptase una actitud “responsable” en materia de préstamos a África, ya que su “generosidad” resultaba inquietante para los países occidentales. Según Zoellick se trata de tomar precauciones para evitar la repetición de “errores pasados”. Las necesidades de materias primas de China y la creciente importancia de sus inversiones preocupan en el Banco Mundial por cuanto pudiera dar lugar a una nueva espiral de endeudamiento de los países pobres. Sin embargo, no solo China rechaza las acusaciones, como era de esperar, sino que también buena parte los países africanos, sin faltar voces críticas, aseguran que lo que realmente preocupa a los occidentales es la competencia de Beijing y el incremento de su influencia en la zona. China, con unas reservas de 1,4 billones de dólares a finales de octubre, prevé duplicar su asistencia a África en 2009, y es una de las principales responsables de la relativa bonanza actual de dicho continente.

China se le acusa del incremento de los precios del petróleo y de numerosas materias primas, de agravar el cambio climático, de llenar el mundo de productos de baja calidad y de no mojarse en crisis políticas que se llevan por delante la vida de cientos o miles de personas. En suma, de no implicarse en la gobernabilidad global y de actuar pensando exclusivamente en sus propios intereses. La exigencia de una mayor corresponsabilidad, liderada por EEUU, nos recuerda que los problemas internacionales son cosa de todos. Siendo así, todos también deberíamos estar de acuerdo en que Naciones Unidas debiera desempeñar un papel clave en su solución. Pero lo paradójico del caso es que quienes más reclaman a China son los más inclinados al unilateralismo, es decir, EEUU, con la comprensión cómplice de la UE o Japón.

Que China debe asumir las responsabilidades internacionales derivadas de su protagonismo económico y comercial es un reclamo lógico. Sus frentes son varios. En materia estrictamente económica, ignorando el papel jugado en la crisis asiática de hace una década cuando hizo gala de una gran responsabilidad, se le exige con vehemencia la apreciación del yuan, básicamente para ayudar a corregir el abultado déficit comercial que provoca a sus principales socios (otra vez la UE, Estados Unidos…). En el mismo ámbito, la homologación de sus estándares en la producción, ya sea de juguetes u otros bienes, como también en materia de seguridad alimentaria, ha sido noticia cotidiana en los últimos meses ejerciendo una sana presión sobre las autoridades –y las multinacionales occidentales implicadas- que ahora toman más en serio ciertos controles. No obstante, dos variables cabe destacar sobre las demás: la ambiental y en política exterior.

Por lo que se refiere a la primera, al asumir la necesidad de ahorrar energía y contener las emisiones contaminantes, China exige también una mayor responsabilidad de los países ricos, cuyo proceso industrializador, basado en “contaminar ahora y limpiar después” no es aplicable en las condiciones actuales. Ello significa que los países desarrollados deben comprometerse financieramente en la solución conjunta del problema. En segundo lugar, el éxito de las políticas ambientales chinas depende, en sumo grado, del avance tecnológico; por ello reclama también de Occidente una mayor transferencia de tecnologías modernas (por ejemplo, de calderas para la combustión del carbón). Por último, argumenta que la responsabilidad de la situación del planeta no corresponde a las economías emergentes y subdesarrolladas, sino que son los países industrializados quienes más han perjudicado el ambiente, por lo que se impone una asunción proporcional de compromisos. Según las cuentas de Ma Kai, responsable de la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma, desde el comienzo de la Revolución Industrial hasta 1950, el 95 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono se produjo en los países ricos. Y entre 1950 y 2002, fueron responsables del 77 por ciento del total.

En junio de 2007, en vísperas de la reunión del G-8 celebrada en Alemania, China presentó el Plan Nacional sobre el Cambio Climático, que propone numerosas medidas para impulsar una estrategia de desarrollo sostenible que contribuya a reducir las emisiones. Sus 62 páginas constituyen el primer documento de este tipo elaborado por un gran país en vías de desarrollo, aseguran fuentes oficiales. Los ejes básicos sobre los que descansa la estrategia china son los siguientes: reestructuración de la economía, promoción de tecnologías propias y mejora en la utilización de la energía. Según cálculos oficiales, de verificarse las intenciones contenidas en el Plan, China podría reducir en 1,5 mil millones de toneladas sus emisiones de CO2 en 2010 (estimadas en 6,1 mil millones en 2004), pero pocos creen en esta hipótesis. Los enunciados de reducción que formula el Plan de cara a 2010 son ambiciosos: 50 millones de toneladas en la energía hidráulica, 110 millones de toneladas por eliminación de las pequeñas centrales térmicas, 30 millones de toneladas por el desarrollo de las bioenergías y 60 millones de toneladas (eólica, solar y geotérmica). En total, pues, 250 millones de toneladas, sobre las que no existe más compromiso, por el momento, que el deseo. Esa es su mayor hipoteca.

Las presiones sobre China para que reduzca las emisiones de CO2 son bien conocidas y de nuevo estarán sobre la mesa en la cumbre de Bali sobre el cambio climático inaugurada el lunes 3 de diciembre. China emplea carbón para cubrir casi los dos tercios de sus necesidades energéticas. El carbón libera CO2, el principal causante del recalentamiento del planeta. Según la Agencia Internacional de la Energía, el año próximo China adelantará a EEUU en la emisión de CO2. Además del Plan citado, China ha reaccionado con diferentes medidas: objetivos de reducción del consumo, desarrollo de nuevas energías limpias, más exigencias de responsabilidad a los funcionarios responsables, cierre de fábricas contaminantes, nuevos reglamentos en materia de inversiones, etc., pero llevará su tiempo y deberán hacer mucho más para cuadrar la ecuación sin que el crecimiento, base de la estabilidad actual, se resienta de forma significativa. Pero da la impresión de que están ello. Sobre todo, debates aparte por su propio interés. Este año, China ha registrado la temperatura media más alta desde 1951.

En cuanto a la segunda, el papel que China viene desempeñando en numerosas crisis internacionales recientes (Corea del Norte, Irán, Sudán o Myanmar) o el contenido de sus iniciativas en ámbitos geopolíticos (Asia Central, África o América Latina) de los que ha estado tradicionalmente ausente o donde ha ejercitado un perfil bajo, despiertan numerosos recelos. El compromiso de Beijing con los derechos humanos o la gobernabilidad democrática presenta abiertas quiebras, lo cual no es más que una prolongación de sus fragilidades internas. Con independencia de su adhesión matizada a ambos principios, por activa y por pasiva, ha señalado que la no intervención en los asuntos internos de otros países seguirá siendo la norma básica de su conducta en política exterior.

No obstante, bueno es reconocer que tampoco se queda de brazos cruzados y que su diplomacia, quizás no solo en atención a la necesidad de desactivar frentes de conflicto en vísperas de los Juegos Olímpicos sino revelando un cambio de actitud más pronunciado y cada vez más teorizado (1), ha empezado a imitar ciertos procedimientos hasta hace muy poco inusuales. El nombramiento de enviados especiales como el de Darfur (ahora envía 315 militares a la zona), la diplomacia discreta aplicada en Myanmar o muy visible en el diálogo hexagonal sobre Corea del Norte, o su creciente participación en las misiones de paz de la ONU (el segundo país del Consejo de Seguridad que más soldados aporta después de Francia), son gestos que indican un cierto acercamiento a las exigencias formuladas por parte de los actores dominantes del sistema internacional.

Pero, ¿cabe esperar más? Inevitablemente, atrás han quedado los tiempos en que Deng Xiaoping prefería “ocultar las intenciones y acumular fuerzas de la nación” para no llamar la atención por su creciente poderío. Ese discurso, que propició cierta desconfianza sobre las intenciones reales del gigante asiático, ahora no es posible, si bien esa suma que le catapulta a las primeras posiciones del desarrollo en términos absolutos, oculta muy serios desequilibrios internos que le llevará tiempo corregir. Los números absolutos son enemigos de la situación real de China que, en muchos aspectos, sigue siendo un gigante con pies de barro. A China se le puede exigir más, pero sin perder de vista lo abultado de una agenda interna donde los factores potenciales de crisis son los propios de un país que no ha culminado del todo su proceso de desarrollo y modernización.

La acusación de que China no actúa como una potencia responsable, no obstante, tiene su trampa. En realidad, lo que se quiere decir son dos cosas: primera, que debe hacer más sacrificios para dar tiempo a que los países desarrollados se adapten a su emergencia, lo cual parece negociable; segunda, y más importante, que su irresponsabilidad radica en que no secunda a pies juntillas nuestras políticas o que trata, deliberadamente o no, de diferenciarse de ellas, porque no comparte ni asume de buenas a primeras ni al cien por cien nuestros valores y principios. China comparte el mismo mundo y sus problemas, sabe que ya no puede mirar solo hacia adentro, pero no tiene el mismo sueño que las potencias occidentales. Puede asumir las demandas de un mayor rigor interno (ya sea en la producción de juguetes o en el control de la propagación de enfermedades), e incluso aceptar la inevitabilidad y conveniencia de introducir mejoras democráticas en su sistema político (a su ritmo y no necesariamente compartiendo idénticos objetivos), pero en su comportamiento internacional no hará dejación de su propio temperamento, que obedece a reglas y claves diferentes, descartando tanto el mesianismo (que sí practican a menudo los países occidentales) como una implicación que atienda a la obtención de ganancias exclusivas en perjuicio de los intereses de otros.

Esa visión, deudora en buena medida de la influencia confuciana, está presente en el impulso de los diálogos estratégicos iniciados con los principales actores del sistema internacional, cada vez más diversificados y complejos, o en la multiplicación de foros multilaterales donde va asumiendo compromisos que revelan pequeños pasos que tratan de tener en cuenta todos los intereses en juego y, obviamente, no perjudicarse a si misma.

Dramáticas “casualidades” a veces se cruzan en su camino, ya que buena parte de los escenarios de mayor proyección estratégica de China en función de las exigencias de su propio desarrollo, viven tiempos convulsos cuando, no lo olvidemos, asistimos a una competencia internacional por el control de determinadas áreas geográficas de cuyo balance puede dirimirse la primacía global en el presente siglo. El reciente caso de Myanmar lo ilustra a las claras. A comienzos de abril de este año, China aprobó el proyecto que unirá el puerto de Sittwe en Myanmar con Kunming, capital de Yunnan. China invertirá 1.040 millones de dólares en la construcción de un gasoducto de 2.380 km que transportará 170.000 millones de metros cúbicos de gas natural en 30 años. China concedió a Myanmar un préstamo de 83 millones de dólares para explotar sus recursos. Las tres grandes petroleras chinas, Sinopec, China National Petroleum y China National Offshore Oil tienen proyectos en Myanmar.

Volviendo al principio, un caso paradigmático lo constituye la controvertida expansión de su influencia en el continente africano. Su presencia en el ámbito energético, comercial, laboral, agrícola, etc., es cada día más apreciable. Es verdad que también es fuente de conflictos de diverso tipo, desde lo ambiental al empleo, incluyendo la propia seguridad de sus trabajadores y hombres de negocio chinos, pero está generando un modelo diferente, basado en el aporte y la gestión directa no solo de capitales, sino también de empresas y mano de obra, alentando una transformación importante en los países africanos que, por otra parte, quieren aprender de la experiencia china. Es precipitado asegurar si va a ser del todo beneficioso o si reproducirá un patrón neocolonial. Es pronto para sentenciar. Pero las acusaciones y exigencias que a menudo plantea Occidente mal disimulan la escasez de sus respuestas y procedimientos, claramente cuestionados a la luz de la situación actual del continente africano, y quizás agravados ahora con la mayor torpeza de todas, la iniciativa militar Africom, anunciada por Bush en febrero de este año, y cuya mayor dificultad parece radicar, afortunadamente, en encontrar un país que la acepte. El pasado 19 de noviembre, Nigeria anunció que no albergará dicho comando ni lo desea en ningún país del África occidental. En 2006, África se convirtió en el mayor suministrador de petróleo de EEUU, sustituyendo a Oriente Medio. Angola también es el primer abastecedor de China. La competencia estratégica abarca numerosas zonas del planeta, desde Asia Central hasta América Latina.

En el Foro 2007 sobre la Situación Internacional celebrado en Beijing los días 17 y 18 de noviembre, los participantes coincidieron en señalar que China ha adquirido una considerable notoriedad internacional, debiendo cuidarse tanto de las críticas como de los elogios de los países occidentales, velando por la defensa de sus propios intereses.

China nunca ha aspirado a ser solo una potencia económica. Su proyección tiene otras dimensiones y por eso insiste en preservar a toda costa su soberanía, un lujo al alcance exclusivo de los poderosos. Esa “insubordinación” se traduce en una creciente hostilidad que afectará cada vez más a su prestigio y su imagen internacional. Pero, ¿es incompatible la defensa de la soberanía nacional con una mayor responsabilidad internacional? No necesariamente, aunque si puede originar conflictos importantes cuando lo que está en juego son comportamientos de proyección interna (desde crisis políticas a ambientales) hoy difícilmente reducibles a esa dimensión.

China se ha adaptado en lo económico y lo intenta en lo político, siempre tratando de conservar ciertas singularidades que, lejos de ser menores, podrían afectar de forma tan neurálgica a los respectivos modelos como para obligar a establecer necesarias distinciones. En cuanto a las relaciones internacionales, su posición es mejor comprendida en Asia, en América Latina o en África. ¿Por qué no en los países más desarrollados de Occidente? Simplemente, porque no se ha adherido aún a su visión del mundo y recelan de su intento de buscar otro modo de afrontar los desafíos globales, lo que podría poner en peligro su primacía fáctica y discursiva.

Pero la auténtica responsabilidad internacional de China no consiste en sumarse al juego de los países más poderosos, sino en contribuir con su esfuerzo a superar las innumerables deficiencias de las reglas vigentes en el sistema internacional contemporáneo, fortaleciendo la legalidad y sus instituciones, y abriendo oportunidades, paradójicamente, a una democratización más efectiva que tenga en cuenta las aspiraciones de los países periféricos. Para ello precisará no solo una firme voluntad, sino grandes dosis de soberanía.

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China (Casa Asia-IGADI)

(1) Zhengang, Ma, China’s Responsibility and the «China’s Responsibility» Theory, en China International Studies, nº 7 Summer 2007, págs 5-12.