Es más que sabido que las potencias occidentales, Reino Unido incluido, nunca mostraron mayor preocupación en el pasado por la democratización de Hong Kong. Solo tardía e interesadamente, Chris Patten, el último gobernador británico, tensó la cuerda con Beijing en un ejercicio que bien pudiera calificarse de hipócrita y oportunista a la vista de ese nulo compromiso democrático de la Corona con su ex colonia.
También es verdad que desde el punto de vista normativo, a la vista de la Ley Básica y de la singularidad del sistema político chino, el gobierno central dispone de argumentos sobrados para justificar su tesis restrictiva, aunque nada impide en dicha codificación una profundización democrática de signo positivo y mayor calado.
En las últimas semanas, Beijing multiplicó sus denuncias de las “interferencias externas” en el proceso político hongkonés y cabe imaginar que el tema ha estado presente de alguna forma en la reciente visita del primer ministro Li Keqiang a Londres. Cuando el vicepresidente estadounidense Biden se reúne con personalidades de Hong Kong (Chu Ming y Anson Chang, por ejemplo) para escenificar su apoyo a la democracia en esta región administrativa especial, el mismo nivel de compromiso cabría pedirle respecto a tantos países aliados, por ejemplo, en Oriente Medio, donde la democracia, en condiciones más restrictivas aún, sigue brillando por su ausencia.
Los límites a la democracia en Hong Kong son bien conocidos. Aun así, su vida política es mucho más rica y plural que en el resto de China. Por otra parte, son comprensibles las aspiraciones de amplios sectores de la sociedad hongkonesa a preservar su singularidad y a aumentar sus derechos democráticos. Esta es una cuestión de capital importancia, especialmente para determinar en qué medida el gobierno central es capaz de convivir en el seno de la propia China con sistemas políticos – no solo económicos- diferentes. Esa es la esencia del principio “un país, dos sistemas”.
Puede ser que el núcleo de los problemas que preocupan a la mayoría de los hongkoneses sea de naturaleza más pragmática, relacionados con las condiciones de vida pero también con la necesidad de evitar pasos atrás en su calidad sistémica, especialmente en áreas relacionadas con la justicia, por ejemplo, o la libertad de expresión. Las resistencias de Beijing a aceptar una democracia basada en el respeto a las consecuencias del ejercicio amplio y legítimo del pluralismo evidencian un afán puntilloso de control.
La verdad es que Beijing dispone de múltiples mecanismos para influir en la conducta de la sociedad hongkonesa, ya no digamos en sus instituciones y su gobierno. Hoy día, las relaciones de poder son muy complejas y la multitud de palancas de influencia de que dispone el gobierno central limitan de facto el poder de la autonomía, cualquiera que sea quien esté al frente de ella, arriesgando mucho con una política de confrontación que probablemente sería objeto de castigo por los propios electores a la primera oportunidad. Oponerse en los actuales términos a un alargamiento de la democracia difícilmente hará más popular a Beijing entre los hongkoneses, especialmente entre los sectores más jóvenes, y, por el contrario, reforzará el mensaje de quienes contestan su negativa.
El Libro Blanco recientemente publicado sobre Hong Kong exalta las bondades del periodo iniciado en 1997, año de la retrocesión, al tiempo que elude cualquier sofisticación política y reivindica el derecho inalienable del gobierno central a evitar que el proceso se le vaya de las manos. Esto se concreta, sobre todo, en la proscripción de candidatos que no cuenten con su visto bueno. Pero de esta forma, el sufragio popular queda vacío de contenido.
Ciertamente, la economía ha logrado mantener un buen ritmo de crecimiento (una media anual del 3,4% entre 1997 y 2013), al igual que la renta per cápita (39,3% en dicho periodo). El modelo económico se ha respetado y su condición de baluarte ultraliberal de corte anglosajón ha prevalecido en términos generales. Beijing, por otra parte, ha apoyado a Hong Kong con medidas concretas en los momentos más delicados de las crisis financieras o de la epidemia del SARS. ¿Tiene motivos el PCCh para temer un descalabro si los hongkoneses manifiestan libremente sus preferencias? ¿Son tan vulnerables los éxitos descritos en el Libro Blanco?
Dichos méritos pueden pasar a segundo plano si la asunción del sufragio universal deriva en la exclusión de una democracia más abierta y plural. Tampoco la invocación del patriotismo puede ser argumento para desnaturalizar la autonomía.
El PCCh necesita altura de miras y apreciar las lecciones aprendidas de las crisis de 2003 (intento de modificar el art. 23 de la Ley Básica que se saldó con la dimisión del Jefe Ejecutivo Tung Chee-Hwa) o de 2012, cuando pretendió imponer los cursos de patriotismo en los programas escolares. Si en esas ocasiones, Beijing tuvo la sabiduría de dar marcha atrás, quizás ahora sea menos probable ante el temor a una supuesta intencionalidad desestabilizadora de la política china utilizando sus hipotéticas vulnerabilidades territoriales. La tentación de la firmeza es demasiado intensa.
No obstante, ante el riesgo de incremento de las tensiones políticas, bien merecería la pena reflexionar sobre la idoneidad de explorar fórmulas más ambiciosas que satisfagan las legítimas aspiraciones democráticas de la sociedad hongkonesa. China quiere evitar la inestabilidad, pero no está claro que la alternativa elegida para ello sea la mejor.