En una entrevista al International Herald Tribune Magazine, en junio de 2011, el reconocido internacionalista Kishore Mahbubani señalaba: “Objetivamente la mayor potencia mundial debería focalizar su atención en la mayor potencia emergente. Siendo así Estados Unidos debería dedicar el 90% de la misma a China. Sin embargo el 90% de su atención es dedicada a librar dos guerras innecesarias en Irak y Afganistán”. Si bien la aseveración de Mahbubani resultó válida durante la primera década del nuevo milenio, ya para 2011 la atención prioritaria de Washington estaba siendo volcada hacia China con abandono creciente del Medio Oriente. Varias razones influyeron en esta decision: la constatación de que China les ladraba en la cueva; la disminución de su nivel de paranoia con respecto a los riesgos del terrorismo islámico; la pérdida de relevancia estratégica del petróleo del Medio Oriente como resultado de los hidrocarburos de esquisto domésticos y, finalmente, la saturación resultante de los costos humanos y económicos incurridos en Irak y Afganistán.
La respuesta estadounidense al emerger de China ha buscado materializarse por dos vías distintas: elevando la capacidad competitiva doméstica y conteniendo a China. La primera de ellas, que desde luego es la correcta, se ha expresado a través de planteamientos y programas presidenciales tales como el “Momento Sputnick”, “Ganando el Futuro” y la “Carrera hacia el Tope”. En cada una de estas propuestas, llamadas a superar las deficiencias que evidencia esa nación, Obama se ha enfrentado a la indiferencia del Congreso y del país. La segunda vía, de su lado, se sustenta en políticas de contención al surgimiento de China. Estas asumen dos vertientes. Una económica representada por el Acuerdo de Libre Comercio Tras Pacífico y otra geopolítica expresada en el llamado “Pivote Asia”. Mientras la primera enfrenta serias resistencias en el Congreso, la segunda va materializándose ante el apoyo estadounidense a quienes confrontan diferendos marítimos con Pekín. En síntesis, lo estratégico-militar es lo que tiende a prevalecer dentro del conjunto citado. Sea como sea, no obstante, hay algo en lo que la Administración Obama está clara: la prioridad es China.
Sin embargo, los fantasmas de Irak emergen de nuevo obligando a Washington a volver su atención a lo que allí ocurre. Ello so pena de que las llamas se extiendan a Jordania y a otros de sus aliados en la región. En definitiva, cuando Bush lanzó una carga explosiva sobre la falla tectónica entre los mundos sunita y chiita estaba comprando para su país un problema estratégico a largo plazo. Al invadir gratuitamente a Irak, desatando allí una dinámica de confrontación étnico-religiosa, ató a su nación a esa realidad. A menos que se desentienda definitivamente de sus aliados árabes, apelando a la autosuficiencia energética que le prometen sus hidrocarburos de esquisto, Estados Unidos se verá jalado de nuevo por una espiral de involucramiento creciente. Pero aun si se desentendiera del petróleo de esa región, nunca podría hacerlo de un Israel confrontado al fuego circundante.
Para China son, sin duda, buenas noticias.