Las inmolaciones prosiguen en las áreas habitadas por tibetanos. Van más de veinte. La última conocida se ha producido en otro país, India, que visita Hu Jintao para asistir a una cumbre de los BRICS. El objetivo de estas acciones es acentuar la presión sobre las autoridades y se enmarcan en un contexto de activación de las protestas y la represión en varias zonas montañosas del oeste de China.
Desde los graves sucesos de marzo de 2008, la situación parece haber empeorado. El resentimiento y un foso cultural a cada paso más profundo agrandan los abismos entre la comunidad tibetana y la Han. En dichas circunstancias, acceder a una mínima estabilidad sin salir de este círculo vicioso parece imposible.
Ni unos ni otros parecen contar con una estrategia adecuada. Las inmolaciones constituyen un trágico auto flagelo que está bien lejos de generar simpatía con la causa tibetana. Se trata de una medida violenta y difícilmente comprensible. La atención mediática buscada produce el efecto contrario. Tanta exasperación confiere al Dalai Lama y a Lobsang Sangay una especial responsabilidad para influir en el cese de estas contundentes pero inútiles demostraciones. Es altamente improbable que una protesta de estas características provoque inflexión alguna en el gobierno central chino.
Por otra parte, el endurecimiento de la represión y la sucesión de epítetos descalificadores tampoco contribuyen a la búsqueda de las salidas políticas que el conflicto reclama desde hace tiempo. En las recientes sesiones parlamentarias chinas, los responsables de Tíbet anunciaron una “larga lucha” contra el separatismo. Ni una palabra que pudiera sugerir matiz o cambio de rumbo, algún empeño en forjar una sociedad civil capaz de ultrapasar el hecho específicamente religioso para ahondar en un hipotético autogobierno. Chen Chuanguo, secretario del partido en Lhasa, clamó contra el sabotaje secesionista. El jefe de gobierno, Padma Choling, reivindicó el progreso económico y social de las últimas décadas.
El plan quinquenal vigente y otros proyectos concebidos por el gobierno central sugieren un cambio radical en las dotaciones de Tíbet en la presente década. Pero ni más carreteras ni aeropuertos, ni más escuelas ni más dispensarios servirán de mucho si se desenfoca la cuestión religioso-cultural y la política. Beijing no puede proceder en Lhasa con la misma escala de valores que en Xiamen. La modernización material solo puede ser entendida por los tibetanos en clave de asimilación si no se acompaña de iniciativas políticas de empoderamiento local.
El aumento de la ayuda económica del gobierno central es un hecho evidente. Las condiciones materiales de existencia mejoran en Tíbet en numerosos ámbitos. Esto lleva a una gran mayoría de chinos a no entender la doblemente ingrata protesta tibetana. Pero si los hongkoneses, por ejemplo, pueden administrar su territorio, ¿por qué los tibetanos no pueden avanzar por una senda si no idéntica al menos similar? Wang Yang, el ascendente secretario del PCCh en Guangdong que tras los sucesos de 2008 planteó públicamente las dudas sobre la política aplicada en Tíbet, ha explicado que en Wukan simplemente se aplicó la ley. ¿Se está respetando en sus justos términos el derecho legal a la autonomía de los tibetanos y de las demás nacionalidades minoritarias?
El gobierno central tiene miedo a avalar una autonomía efectiva que se le acabe yendo de las manos. Por eso, prima la cooptación de las elites, fomenta la inmigración, trata de compensar multiplicando las inversiones… Con la expectativa de la celebración del congreso del PCCh en otoño, las cautelas se extremarán al máximo.
Tíbet tiene una gran importancia estratégica para China por su ubicación en la frontera con India y por sus recursos minerales y naturales. Pero el prolongado pulso actual nadie lo va a ganar. Las declaraciones grandilocuentes sirven de bien poco. Finalmente, no habrá otra salida que retomar la negociación. Aunque con más tragedias acumuladas sobre la mesa.