A escasas semanas de cumplirse el primer aniversario de los gravísimos incidentes ocurridos en Urumqi, la capital de Xinjiang, en julio de 2009, el gobierno chino ha celebrado la primera conferencia política de su historia sobre el presente y futuro de dicha región autónoma. ¿Conclusión? La principal consiste, de conformidad con la interpretación al uso en China a propósito de los conflictos con las nacionalidades minoritarias, en desatar una ofensiva desarrollista que en el plazo de una década pueda elevar sustancialmente las cifras macroeconómicas de la región y, por consiguiente, mejorar el nivel de vida de la población. Los ejes principales de la estrategia hacen hincapié en la explotación de los recursos minerales y energéticos y en el impulso de una reforma fiscal.
Pero, ¿es la pobreza o el atraso el detonante del problema? Sin duda, dichos déficit cuentan como argumento para incentivar la rebelión al permitir calificar de típicamente colonial el comportamiento del gobierno chino en relación a sus recursos. Los desequilibrios territoriales, por otra parte, constituyen uno de los principales efectos negativos del éxito chino de las tres últimas décadas. Para superarlos, las provincias costeras y el gobierno central se han erigido en generosos padrinos de los territorios del oeste y centro de China, incluido Xinjiang. Se ha apelado incluso a la conciencia patriótica de la diáspora para que se comprometa en la modernización de dichas regiones, como hicieron en su día con la costa.
Practicando un “paternalismo desconfiado”, el gobierno chino calcula que superando esa pobreza y atraso, el desarrollo puede convertirse en un poderoso modelador de identidades, uniformador de formas de vida y destructor de las diferencias, reducidas en este caso a una diversidad a la baja, carente de operatividad y expectativas reales, languideciente y condenada a la curiosidad museística. No obstante, frente a la hipótesis de la disolución “natural” derivada de este progreso, las tensiones que tal proceso ha venido originando hasta ahora sugieren una exacerbación de las respectivas identidades, abocándolas a vivir unas de espaldas a otras.
Más desarrollo, por sí solo, no va a suprimir el apego a las identidades respectivas, del mismo modo que el auge experimentado por China en los últimos 30 años no ha conducido a una asunción ciega del discurso homogeneizador occidental sino que, al contrario, se está convirtiendo en el soporte de un nuevo impulso a la identidad milenaria china, incluidas sus raíces confucianas.
La tensión que late en Xinjiang o Tibet es inseparable de la inagotable invasión demográfica de la mayoría Han, pero también de la imposición de un modelo económico de corte neocolonial y de la fuerte desconfianza interétnica, circunstancias que pueden convertir una mínima chispa en un incendio pavoroso. Ni el recurso a la fuerza bruta ni la inversión de miles de millones de yuanes garantiza per se la pacificación de Xinjiang (como de Tibet). La destrucción, por ejemplo, que se está llevando a cabo en Kashgar, capital del sur de Xinjiang, en nombre del desarrollo transmite socialmente la idea de que el objetivo último de la “modernidad” impulsada por las autoridades chinas no es otro que acorralar y acabar con su cultura, además, claro está, de hacer frente a los problemas de seguridad que sugiere un entorno urbano difícil de controlar.
Es verdad que unas mayores cotas de progreso pueden civilizar la política y hasta suavizar la hipótesis de ese conflicto abierto de teocracias (islámica, budista, leninista) que hoy subyace en dichos diferendos, pero no suprimirla. Por eso sorprende que el PCCh haya optado, como política, por prescindir de esta dimensión y reducirlo todo a economía y seguridad, otra inexcusable prioridad aunque solo se hable de ella con la boca pequeña. ¿Por qué?
El principal temor a tomar la iniciativa para abrir paso a un mayor desarrollo de las autonomías de las nacionalidades minoritarias radica en la sombra de la desintegración. Sabido es que en la extinta URSS, el cambio en el modelo económico discurrió en paralelo a la disolución del Estado, dando lugar a una singular oleada de nuevos sujetos estatales. ¿Podría darse una situación similar en China habida cuenta que esa transición fundamentalmente económica, más larga en Oriente, puede sugerir a medio plazo importantes transformaciones políticas? Son conocidas las diferencias entre uno y otro proceso y también del contexto de partida y de enfoque. Para los dirigentes chinos, conscientes de las dinámicas históricas de unión y segregación que han sacudido el viejo Imperio del Centro, cualquier reforma en el orden político debe preservar, a día de hoy, un principio irrenunciable: la fortaleza y primacía del Partido Comunista, principal garante de la unidad de la nación china. Pero, aunque no del todo imposible, es dificil conciliar una autonomía efectiva con un liderazgo obsesivamente centralista y confundido con el Estado.
El trato a las nacionalidades minoritarias en China alterna la represión y el paternalismo, careciendo de un diseño político que sugiera para ellas un protagonismo de nuevo tipo que les reporte dignidad y oportunidades en el ejercicio público sin más interferencias que las previstas en un marco legal que hoy día adolece de numerosas carencias formales y conceptuales. El catálogo de derechos reconocidos a las nacionalidades minoritarias en la legislación china vigente es una modalidad de discriminación positiva que a modo de concesión no ha generado una evolución apropiadora de su destino, sino que más bien tiende a servir de exhibición del “buen trato” formal dispensado por los líderes (y hermanos mayores) chinos, algo por lo que deberían mostrar siempre un singular reconocimiento, motivando incluso el celo y la envidia en la mayoría Han.
La crisis de Xinjiang (como la de Tibet en 2008) puso al descubierto el más serio talón de Aquiles de la estabilidad china. Pese a ser periférico y escasamente relevante en lo demográfico frente a la apabullante mayoría Han en un país de casi 1.400 millones de habitantes, el potencial desestabilizador de estos conflictos en la política china no es ni mucho menos despreciable, tanto que, en julio pasado, el propio Hu Jintao, consciente de ello, no dudó en suspender su participación en la cumbre italiana del G-8 para regresar corriendo a casa, desatando un sinfín de especulaciones. Su presencia abarca el 64% del territorio de China, una superficie en la que habita casi el 30% de la población total del país en un contexto de abundante heterogeneidad étnica. Por no citar las componentes de carácter estratégico y la importancia creciente de los recursos naturales que albergan algunas de estas zonas, en especial las más alejadas de Tibet y Xingjiang.
El problema central radica en la propia concepción del Estado y de las políticas autonómicas promovidas en los últimos años donde prima cada vez más la dimensión antropológica, pseudo religiosa, etc., cualquiera menos la propiamente política, confiando en que esa mezcla de paternalismo y desarrollo pueda operar el milagro de la aceptación de su dominio. Pero una relativa e irregular tolerancia religiosa y cultural asi concebida solo puede derivar en deprimentes parques temáticos aptos para depredadores turísticos.
Es poco imaginable una profundización ulterior del proyecto modernizador chino que no contemple el impulso de nuevas dinámicas de descentralización a todos los niveles. No es un problema de graduación o de tiempos, sino de concepción. Hu Yaobang, secretario general del PCCh en los años ochenta, por quien tanta admiración mostraba reciententeme el primer ministro Wen Jiabao en un celebrado artículo en la prensa oficial china, tenía bien claro que sin un progreso que respete la identidad y sin un empoderamiento local efectivo, dificil sería reconstruir las lealtades de las minorías nacionales en el tiempo presente. Pero ya se se sabe que no hay peor ciego que el que no quiere ver. También en China: zheng yi zhi yan bi yi zhi yan.