Desde el inicio de la última campaña contra la corrupción en China (finales de 2012), coincidiendo con la asunción del liderazgo por parte de Xi Jinping, más de 100.000 personas han sido sometidas a investigación y cientos de altos funcionarios, militares de máximo rango incluidos y también dirigentes de grandes empresas del Estado, entre otros, han caído en desgracia. No obstante, pese a reconocerse que la magnitud de esta campaña reviste una consideración nunca vista, muchos dudan de su eficacia a medio plazo en tanto no se dispongan en paralelo de mecanismos que trasciendan el compromiso subjetivo de determinados líderes para dotarse de contrapoderes eficientes que eviten su reaparición futura.
El debate, en efecto, nos remite a la capacidad del PCCh para instrumentar un sistema de control genuino que no dependa del compromiso anticorrupción de la máxima jefatura del poder, transitoria por naturaleza, pero que, al mismo tiempo, tampoco evolucione hacia una separación de poderes que fomente un control independiente hasta el punto de poder afectar a la hegemonía del partido. Si los límites de la experimentación china están predefinidos, sobra decidir aquí que tampoco los sistemas occidentales disponen de vacunas infalibles contra este fenómeno.
No faltan voces en China que sugieren como primera medida una mayor transparencia, hoy reconocidamente débil a pesar de algunas mejoras registradas. Propuestas como la declaración pública de ingresos o el mayor acceso a la información oficial serían un primer paso conveniente y necesario, pero la clave de fondo radica en optar o no por favorecer la emergencia de otro poder con autonomía suficiente para controlar el poder político. Recuérdese que el pilar clave de la actual campaña es una comisión disciplinaria del mismo Partido que es, a la vez, sujeto de la corrupción y de su combate. Esta comisión ha ganado poder como consecuencia de la campaña y su función será mayor en el examen previo a la promoción de los funcionarios a distintos niveles, incluyendo dirigentes.
El enfoque político de la lucha contra la corrupción nos remite asimismo al debate general entre la evolución por una senda propia o la asunción de los mecanismos liberales asociados a la división de poderes. Claramente, el PCCh apuesta por lo primero, enfatizando cada vez más la actualización matizada de la variable legista. El modelo que sugieren las autoridades chinas no es el de las democracias occidentales sino una exploración que tiene en cuenta a la vez la trayectoria ideológica consustancial al PCCh y las reminiscencias culturales que, en este caso, nos remiten al periodo de los Reinos Combatientes y las ideas de Han Feizi, Shang Yang, etc. Cabe señalar que esa exploración discurre en paralelo a una campaña permanente de corrección ideológica anti-occidental que enfatiza la capacidad de actualizar los valores propios y de disponer comportamientos éticos y justos, conformes por igual con el ideal confuciano y la disciplina leninista, ambos superiores en eficiencia a la entronización de la propia norma, característica del pensamiento jurídico occidental.
Los esfuerzos desplegados en los últimos años en China a favor del Estado de derecho como espejo de una modernización que se resiste en algunos ámbitos se han traducido en este caso en una minuciosa labor por parte del PCCh obsesionado con entrar en la letra pequeña, dictando sin pausa decenas de reglamentos y puliendo otros, con el fin de contemplar respuestas a cualquier problema que pudiera plantearse. El axioma base de este proceso no ofrece duda: la disciplina del Partido debe ser más exigente que la ley.
Esa dimensión ideológico-cultural, enfrentada al reto de cuadrarlo todo en una sociedad a cada paso más moderna, se ve condicionada por tanto por dos variables de peso en la civilización china. Xi Jinping no ve con malos ojos a los filósofos legistas y en los antiguos encuentra resortes de gran utilidad para justificar la orientación que desea del PCCh, reivindicando el valor de esta diversidad frente a la uniforme universalidad occidental. El viejo modelo moral y la idiosincrasia maoísta podrían superar en eficiencia a la superficialidad normativa liberal.
De otra parte, tropieza, no obstante, con hábitos culturales que inciden en inercias histórico-sociales que desdeñan la norma y apuntan a la confianza como clave de cualquier relación. Las guanxi o redes de influencia, expresión de un capital relacional singular, por ejemplo, siguen desempeñando un papel sustancial en la China de hoy como en la China de siempre y constituyen un terreno favorable para la corrupción con fronteras muy desdibujadas con los usos sociales admisibles. Esa confianza que se deriva de una trabajada relación personal posterga a un segundo plano el derecho. Esto sigue siendo ley de vida en China.