A pesar de la oposición del gobierno chino, el presidente estadounidense, Barack Obama, recibirá al Dalai Lama en la Casa Blanca. Frente a esta situación, Beijing presentó su indignación y firme oposición. (Por Zhong Sheng)
Los asuntos del Tíbet son parte indeclinable de la política interna china. El Dalai Lama es un exiliado político que desde hace largo tiempo lleva a cabo actividades separatistas y antichinas, bajo un pretexto religioso. Una reunión entre el presidente estadounidense y el Dalai Lama es, sin lugar a dudas, una seria interferencia en los asuntos internos de China. Especialmente en estos momentos, cuando China celebra los 60 años de la liberación pacífica del Tíbet, el Dalai Lama se convierte en el invitado de honor en la Casa Blanca. Esto no sólo hiere los sentimientos de los chinos, incluido el pueblo tibetano, sino que también daña las relaciones entre China y los Estados Unidos. Cualquier interferencia en los asuntos del Tíbet socava la integridad territorial y la soberanía chinas. La posición de Beijing es clara y no da lugar a equívocos.
Al oponerse a que Obama reciba al Dalai Lama, China defiende sus intereses y, al mismo tiempo, protege sólidamente tanto el principio fundamental de las relaciones internacionales de no inmiscuirse en los asuntos internos de otro país, como un enfoque histórico correcto del asunto.
La liberación pacífica del Tíbet y la reforma democrática revistieron una trascendencia equiparable a la emancipación de los esclavos en Estados Unidos, el movimiento abolicionista en Europa o el fin del apartheid en Sudáfrica. Todos los que respetan la historia y promueven la causa de los derechos humanos, tienen un conocimiento básico acerca de la figura del Dalai Lama. Pero cuando algunos medios de comunicación estadounidenses se fascinan con su “sonrisa encantadora” y su “Premio por la paz”, y altos funcionarios del Congreso de ese país lo adulan públicamente, llamándolo “el Buda de nuestro tiempo”, cabría preguntarse a qué enfoque histórico se están adhiriendo y dónde ubican su escala de valores morales.
Al respecto, no resultaría ocioso citar las francas apreciaciones del ex canciller alemán Helmut Schmidt, quien dijo: “Hemos sido completamente conquistados por un anciano que quiere cambiar el mundo a través de la oración y su sonrisa, y hemos abandonado todo tipo de pensamiento crítico frente a él. Si analizamos la historia en detalle, comprobaremos que cuando el Dalai Lama gobernaba el Tíbet, todavía existía el sistema de servidumbre. Este sistema fue abolido hace 50 años… Si al tratar la cuestión del Tíbet, sólo vemos la sonrisa del Dalai Lama, quiere decir que sólo interpretamos el significado simbólico del problema del Tíbet y no el Tíbet en sí.”
Los estadounidenses, que consideran a Lincon como su «Libertador» por excelencia, en virtud de su papel de líder en la abolición de la esclavitud en EEUU, no deben arriegarse a extraviar su buen juicio a la hora de abordar asuntos cardinales que determinan el progreso de la Humanidad. El Dalai Lama se ha convertido en una carta de triunfo en manos de los pragmáticos. Hace algún tiempo un medio de prensa europeo afirmó: Occidente tiene una estrategia dirigida contra China, como parte de la cual la llamada “cuestión del Tíbet” puede convertirse en el as bajo la manga.
Para los observadores de la opinión pública estadounidense, no es difícil detectar la reciente y creciente conciencia pública sobre la pérdida de la condición de gran país que por largo tiempo detentó EE.UU. Algunas personalidades prominentes de Washington incluso han señalado que el “poder de atracción”de los Estados Unidos enfrenta un nuevo desafío. Los analistas políticos estadounidenses acostumbran buscar la raíz del problema en el surgmiento de nuevas potencias como China y en las diferentes escalas de poderío. De hecho, hay cierta lógica en ello. Sin embargo, el “estatus de gran potencia”y especialmente el “poder blando”están ligados a la imagen moral del país. Este pragmatismo que descuida los atributos morales poco tiene que ofrecer.
Cada vez que Washington crea algún problema en sus relaciones con China, buena parte de su prensa achaca lo ocurrido a deficiencias de la política doméstica. La presión del Congreso es muy grande, y la casa blanca se ve obligada a buscar un equilibrio. Sin embargo, estos análisis no trascienden el habitual cacareo. Es decir, basta tomar el pulso al derrotero de la política interna de Estados Unidos, para tener certidumbre del curso del desarrollo de las relaciones sino-estadounidenses. Esto no es justo. Si las relaciones entre ambos países dependen de estos altibajos, es imposible que sean estables.
Para “darle la bienvenida a China como una potencia próspera y floresciente”, es preciso dispensarle un tratamiento honesto y sobre bases de igualdad. Hoy son reducidos los márgenes que permitirían a Washington imponer su propia agenda en las relaciones bilaterales. Hoy en día, la agenda para las relaciones entre ambos países cambia constantemente, y cada acción lesiva tiene consecuencias significativas para los intercambios a futuro. En las relaciones bilaterales entre China y EE.UU. al igual que las que rigen en todo el orbe, mengua continuamente la posibilidad de enmendar los errores.
Incluso los propios medios de comunicación estadounidenses reconocen que mientras el país se aboca al debate por la deuda pública nacional, China es su mayor acreedor. Si EE.UU incurriera en una moratoria de pagos, esto seguramente dañaría gravemente los intereses chinos, algo sobre lo cual Beijing ya ha expresado su preocupación. La reunión entre Obama y el Dalai Lama coincide con una serie de intercambios de alto nivel y sin duda tendrá un impacto negativo en las relaciones sino-estadounidenses.
En el mundo actual, las relaciones bilaterales más importantes son las que mantienen EE.UU. y China. La parte china siempre ha promovido y protege el desarrollo sano de estas relaciones. Para procurar que continúe la estabilidad, es necesario que tanto chinos como estadounidenses trabajen juntos.(Pueblo en Línea)
18/07/2011