En un discurso en la Conferencia Central de Asuntos Étnicos celebrada en agosto de 2021, Xi Jinping sintetizó las ideas clave de la política del PCCh en esta materia en el momento presente. Reproducido en la revista teórica Qiushi, Xi destaca el principal objetivo de la “nueva era”: reforzar el sentido de la nación china como una sola comunidad. El “enfoque chino” lo resume en 12 puntos que atienden a la prioridad de fortalecer el sentido de identidad nacional (el país de origen, la nación china, la cultura china, el PCCh y el socialismo chino) y defender la unidad de la nación china representando los grupos étnicos “como las semillas de una granada”.
La exaltación de la afinidad, de la tradición patriótica, etc., en suma, el conjunto de los conceptos esgrimidos abundan en esa idea de reforzar el sentido de “identidad nacional” de las nacionalidades minoritarias como categoría superior, un fuerte sentido de pertenencia que debe primar sobre cualquier otra adhesión y que constituye la máxima prioridad política del PCCh en esta materia. Cualquiera que sea la identidad étnica debe estar subordinada al sentido de identidad nacional.
Este enfoque se preceptúa como “esencial” para la realización de la revitalización nacional, un empeño que, adicionalmente, requiere estabilidad, y que también facilita la institución de una Gran Muralla cultural. En suma, grandeza, orden y “características chinas” frente al reto del ideario liberal occidental.
Esa concepción de la nación china como una “comunidad de futuro compartido” en sí misma, postula un dificil equilibrio entre la exaltación de los puntos en común entre dichas minorías y la mayoría Han, y la diversidad, con una clara vocación de privilegiar lo primero.
Las minorías no saldrían “perdiendo” en esta ecuación porque hay en el empeño un enfoque comprometido con el desarrollo y el progreso material de estas comunidades con políticas avanzadas que deben preservar lo logrado en la eliminación de la pobreza y asegurar la mejora progresiva de las condiciones de vida.
Sobre todo ello planea una severa preocupación complementaria por los “grandes riesgos y amenazas ocultas” que siguen condicionando el problema nacional en China. A ello responden las importantes medidas adoptadas a nivel interno en el ámbito de la seguridad respecto de las nacionalidades minoritarias más sensibles (en especial, la uigur y tibetana) y también en el ámbito de la cooperación internacional, muy especialmente en el marco de la Organización de Cooperación de Shanghai, OCS.
¿Mitigar o exaltar?
La definición de un equilibrio como el propuesto por el PCCh no es un tema fácil de resolver. Hay un factor cultural y civilizatorio que no debe ser despreciado. La antigua China no fue nunca un país definido a partir del concepto moderno de Estado nación, sino una entidad política definida por la civilización, y la línea principal de la civilización china no se ha interrumpido desde la antigüedad hasta la actualidad, lo que constituye un hecho excepcional.
La visión de China como un sistema complejo que aglutina diversas culturas constituye un loable esfuerzo de inclusión de las diferentes realidades sociales que coexisten en el marco político-territorial y que demandan respuestas originales y adaptadas. Ese enfoque con acento en la asunción activa de la pluralidad puede contribuir a apagar los viejos conflictos de matriz étnica heredados del imperio.
Incluso en los primeros tiempos de la República Popular China, bajo la dirección del PCCh, el Estado chino no se limitó a seguir o copiar el sistema federal o el sistema de confederación que habían practicado otros países con vastos territorios y múltiples etnias, sino que estableció un modelo de Estado unitario, e implantó el sistema de autonomía étnica regional, a contrapelo de la opción elegida por la cercana URSS, pongamos por caso, que ya en su Constitución de 1924 reconocía incluso el derecho de autodeterminación de sus repúblicas. A tener en cuenta que el enorme esfuerzo desplegado durante décadas en torno a la creación del “pueblo soviético” se desmoronó a la misma velocidad que la propia URSS.
El apelo a la dirección centralizada de las políticas en este orden -como en la práctica totalidad de los demás ámbitos es una tendencia acreditada del xiísmo- se ha visto reforzado en los últimos años. Sin duda, hay en ello una doble consideración. En primer lugar, política, vinculada al objetivo de culminar la modernización (la revitalización nacional), de forma que las nacionalidades minoritarias participen y se sientan identificadas con tal propósito y no se desentiendan de él. En segundo lugar, de seguridad, ante el temor de que las disfuncionalidades y contradicciones en esta materia puedan servir de argumento para crisis indeseables, tanto en razón de dinámicas internas como de la intensificación desde el exterior de las tensiones para generar inestabilidad.
Pensar que se garantiza mejor la adhesión y la lealtad a través del desarrollo material, corrigiendo desequilibrios, aporta un ingrediente nada despreciable. Sin embargo, no parece suficiente. Dificilmente puede compensar retrocesos en políticas lingüísticas y culturales que aprovechen las nuevas circunstancias para normalizar e igualar -no subordinar- el estatus de estas comunidades. Y requiere no solo un mayor énfasis en la capacitación de funcionarios para implementar las políticas centrales sino una firme apuesta por el empoderamiento de las nacionalidades minoritarias.
China dispone hoy de importantes capacidades económicas y tecnológicas para afrontar el tratamiento de este reto con creatividad, desbaratando los recurrentes tics centralistas que proliferan por doquier, en Oriente y Occidente, a la hora de idear alternativas a este problema. Se precisa, no obstante, voluntad y claridad política, evitando recidivas en la folclorización o en su transformación en reclamos turísticos, a menudo tan frívolos como desnaturalizadores.
Xi Jinping ha señalado en más de una ocasión que “la cultura es el alma de un país y de una nación”. Probablemente piensa en clave Han, pero para las personas pertenecientes a cualquier minoría nacional ocurre lo mismo: su cultura es su identidad primigenia. La exaltación de la diversidad, el reconocimiento de las singularidades -de igual modo que China las reclama internacionalmente-, debiera potenciarse como expresión de una unidad no basada en la negación o mitigación de las diferencias sino en la valoración positiva de la interacción entre las diversas identidades.
Esto tiene implicaciones socioculturales que afectan a la potenciación de la identidad de origen pero también políticas, fortaleciendo el autogobierno y avanzando en la modernización del sistema legal, hoy claramente insuficiente.
El éxito cuantitativo de la modernización puede no resolver el problema. Que los ciudadanos de las nacionalidades minoritarias se enriquezcan no tiene por que ir en demérito del apego a su identidad de origen más genuina. Incluso puede acontecer lo contrario. Por otra parte, el acento en cerrar las heridas del pasado que aun permanecen abiertas -caso de Taiwán- pueden derivar en una exaltación nacionalista asimétrica, muy favorable para la mayoría Han pero diluyente para las nacionalidades minoritarias.
Es reconociendo y potenciando la diversidad como mejor se garantiza la lealtad. Así se desactiva la potencial conflictividad de una duplicidad identitaria que requiere del arbitrio de un encaje en el que todos puedan sentirse partícipes. Ese aliento no tiene por que desembocar en el separatismo o el extremismo. Al contrario, a dichos fenómenos nos conducen aquellas políticas en las que subyace la desconfianza y el paternalismo.
Ojalá ello se tenga en consideración en el proceso de elaboración de la anunciada Ley de Fomento de la Cohesión y el Progreso Étnicos, que se anunció en el Tercer Pleno clausurado el pasado 18 de julio en Beijing.