Por más de una década China ha puesto a prueba la tradición hegemónica estadounidense sobre América Latina y el Caribe. En palabras de Lauren Paverman: “Se podría decir que China saltó la cerca que custodiaba al patio trasero de Estados Unidos en su intento por capitalizar el impresionante inventario de recursos naturales que esa región ofrece” (“China looks to Venezuela for energy security”, Worldpress.org, 11 October 2011).De su lado, al hacer referencia al viaje realizado por el Presidente Xi Jinping a América Latina a finales de mayo de 2013, el conocido académico costarricense Constantino Urcuyo señalaba: “En efecto, este viaje muestra que los chinos están dispuestos a interactuar con los Estados Unidos de manera global y que no van a mostrar más la deferencia del pasado hacia el ‘backyard’ norteamericano” (“La Presencia de China en América Latina, Dragón Comerciante, Consumista y Prudente”, Political Outlook 2013 de América Latina, Bogotá, 2014).
La reacción estadounidense al proceso anterior ha resultado hasta ahora sorprendentemente parca. Cierto, el Jefe del Comando Sur del ejército estadounidense, el General Douglas M. Fraser, declaró ante el Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes de su país el 6 de marzo de 2012, acerca de las aprehensiones del Pentágono con respecto al aumento de los compromisos chinos en la región. En particular en lo referente a la venta de armas y a las visitas de delegaciones militares chinas. También su sucesor en el cargo, el General John Kelly, afirmó ante el mismo Comité legislativo el 20 de marzo de 2013 que China intentaba competir directamente con las actividades militares de Estados Unidos en la región. En igual sentido diversos académicos de ese país han advertido, en comparecencias ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, acerca del riesgo de una política de puertas abiertas frente a China en relación a la región (Ver Constantino Urcuyo). No obstante, más allá de las preocupaciones expresadas en instancias como las anteriores, ninguna doctrina u objeción concreta se han materializado de manera formal. En efecto, este no resulta un tema relevante en la compleja relación entre ambos países.
Tal situación podría calificarse como un hecho extraordinario de cara a la historia. Si nos remontásemos cien años atrás constataríamos, por ejemplo, que una de las dos razones por la cual Washington no estuvo dispuesto a formar parte de la Liga de las Naciones (antecesora de la ONU), fue porque coludía con la hegemonía regional sustentada en la Doctrina Monroe. En palabras de Henry Kissinger: “La Liga fue considerada incompatible con la Doctrina Monroe pues la seguridad colectiva que ella entrañaba hubiese requerido la intervención de la Liga en las disputas que se presentasen en el Hemisferio Occidental” (Diplomacy, New York, 1994). A juzgar por el hecho de que a partir de que propició la separación de Panamá de Colombia en 1903, y por las siguientes tres décadas, Estados Unidos invadió 34 veces a los países de la Cuenca del Caribe para imponer en ellos su voluntad, es claro el porqué Washington no podía aceptar la injerencia la Liga de las Naciones.
Cuando en enero de 2015 el Presidente Xi Jinping, reunido en Pekín con la troika de la Comunidad de Estados de América Latina y El Caribe, ofreció a la región inversiones del orden de los 250 millardos de dólares y un intercambio comercial de 500 millardos, para la próxima década, estaba sellando el fin definitivo de una era. Desde la perspectiva de América Latina y el Caribe hay desde luego mucho que agradecer a la introducción del elemento de contrabalanza representado por China. Una contrabalanza que Europa, siempre demasiado cercana a Washington, nunca logró encarnar. Ello amplió de manera extraordinaria la libertad de maniobra de la región.
Sin embargo, tal estado de cosas seguramente cambiará y, bajo Trump, ya comienza a hacerlo. China desarrolla un orden económico a contracorriente del liderado por Washington, aspira a limitar de manera clara la influencia estadounidense y si posible su presencia militar misma en el Este de Asia, al tiempo que se propone superar tecnológicamente a Estados Unidos. Ambos países se han enfrascado, como consecuencia, en una nueva Guerra Fría. A la vez, China evidencia una convergencia de posiciones con Rusia en clara rivalidad geopolítica con Washington. Esta bipolaridad en ascenso entre Estados Unidos y China colocaría a los países latinoamericanos en situación difícil, pudiendo conducirlos a la necesidad de un traumático acto de elección. Esto resultaría particularmente complicado para algunos integrantes de la Alianza del Pacífico que han disfrutado del mejor de los mundos posibles: clara alineación política con Estados Unidos y ventas mayúsculas de materias primas a China. Al mismo tiempo, como lo evidencia ya Venezuela, toda cercanía política demasiado próxima con China resultará inaceptable para Washington.
La rivalidad entre el águila y el dragón puede llegar a colocar a más de un país de la región en muy serios aprietos.