Washington y Pekín se encuentran enfrascados en una competencia de poder e influencia en el Este de Asia. La misma resulta particularmente notoria en el Mar del Sur de China en relación a los países del llamado Sudeste Asiático: Vietnam, Malasia, Singapur, Indonesia, etc. Ello, porque más al Norte las alianzas resultan claras o las opciones más definidas. Japón y Corea del Sur giran firmemente en torno a Estados Unidos sin posibilidades de variación. A la vez, es claro que la independencia de Taiwán no es una opción y que su integración económica con China es cada vez mayor.
Las ofertas sobre el tablero por parte de las dos grandes potencias, dentro de esta competencia, resultan incompletas. De hecho cada una puede ofrecer lo que a la otra le falta. Mientras China les brinda grandes oportunidades económicas, les representa a la vez una amenaza en el plano marítimo y estratégico. A la inversa, Estados Unidos puede ofrecerles garantías de contrapeso político-militar frente a China, sin embargo no pareciera en condiciones de poder respaldar sus ambiciosas propuestas en materia comercial. Ello deja a los países de esa región en medio de una difícil disyuntiva: arrimarse a las ventajas económicas representadas por China a expensas de aceptar su hegemonía o arroparse bajo la protección estratégica de Estados Unidos a cambio de perder oportunidades económicas.
China no sólo se encuentra estrechamente ligada a los países de esa parte del mundo a través de las llamadas cadenas de producción asiáticas (donde los distintos componentes de un producto final son elaborados en distintos países), sino que les brinda el paraguas financiero del Banco de Inversiones de Infraestructuras Asiático o del Banco de Desarrollo de China. Más aún, Pekín les ofrece, a través de la denominada Iniciativa “One Belt, One Road” (que inadecuadamente podría traducirse como Un Correa, Un Camino), la posibilidad de integrarse en una gigantesca red de comercio e infraestructura que uniría a tres continentes. Desde todo punto de vista las opciones y oportunidades de desarrollo económico identificadas con China son excepcionales.
Lo anterior tiene sin embargo su contrapartida. China no sólo aspira a detentar una incontestada hegemonía regional, sino que reivindica para sí el ochenta por ciento del Mar del Sur de China con sus correspondientes espacios insulares. Marchando a contracorriente de los derechos esgrimidos por Vietnam, Malasia, Filipinas y Brunei en base a la Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar, China apela a un indefinido derecho ancestral sobre esa área. Más aún, apoya sus pretensiones en su mayor jerarquía estatal y militar. Ello no sólo se traduce en la toma de posesión, modificación topográfica, construcción de infraestructuras y militarización de islas y arrecifes en discusión, sino en la protección de sus naves de guerra a los barcos pesqueros de su nacionalidad que operan por aquellos mares. Es claro que desde el punto estratégico los países del Sudeste Asiático confrontan un riesgo de “finlandización” (sinónimo de sumisión a una potencia mayor).
Estados Unidos se ha transformado en el contrapeso estratégico natural a China. Haciendo valer el derecho al libre tránsito en la zona, ha desafiado en varias ocasiones los derechos marítimos esgrimidos por China. A la vez, brinda abierta protección a Filipinas y se hace cada vez más indispensable para Vietnam y otros países de la subregión. La presencia de Washington se transforma así en la mayor garantía de esos países para evitar caer en la finlandización. Sin embargo, es claro que si Estados Unidos aspira a ser algo más que el comodín del juego, debe convertirse también en una contrapartida económica a China.
La Asociación Tras Pacífica se presenta, en tal sentido, como la movida perfecta de Washington. La misma está llamada a abarcar al 40% del comercio global de manufacturas, integrando a ambas riberas del Pacífico. Es evidente, sin embargo, que para que ese acuerdo resulte atractivo debe incluir al mercado estadounidense, piedra angular de toda la estructura. Y es aquí donde el sentimiento antiglobalizador que embarga a la población de Estados Unidos en estos momentos se convierte en un serio obstáculo. Con 61% de la opinión pública de ese país oponiéndose a los tratados de libre comercio, y el binomio Trump-Sanders apoyando su popularidad en ese estado de ánimo, es extremadamente difícil que la Asociación Tras Pacífica logre ser aprobada por el Congreso.
En la actualidad los países del Sudeste Asiático intentan combinar los beneficios económicos que derivan de Pekín con la protección estratégica que les proporciona Washington. Ello, no obstante, no es sostenible. En la medida en que las tensiones entre las dos potencias escalen la necesidad de decantarse por una u otra se hará inescapable. La cercanía de China y la tradicional inconsistencia estadounidense, terminarán probablemente por favorecer a la primera.