Está por ver que la reciente cumbre mantenida por la UE y China en Hamburgo, Alemania, represente un paso adelante en la superación de unos desencuentros que amenazan con poner fin al habitual buen pulso de las relaciones bilaterales. En los últimos meses, desde Bruselas se apeló a los miembros de la Unión a defender mejor los intereses de Europa, lo que sonó a un endurecimiento de la actitud frente a China. En medio de alertas varias sobre el fin de la luna de miel entre Berlín y Beijing, expresadas en las reticencias germánicas a algunas operaciones inversoras del gigante asiático (caso de la compra de la robótica Kuka por el gigante Midea), atrás parece quedar el entendimiento privilegiado entre Bruselas y Beijing en un momento especialmente complejo en el que la salida de Reino Unido de la Unión y el triunfo de Donald Trump en EEUU suman incertidumbres regionales y globales de amplio calado. China es el segundo socio comercial de la UE.
Los llamamientos a la defensa conjunta de una globalización inclusiva y a la conjunción de las estrategias de desarrollo chocan en Europa con la voz en grito de quienes alertan de los efectos de la invasión del acero chino, la inversión naturalmente interesada en empresas y sectores estratégicos o la proliferación de unas investigaciones antidumping que suman ya 53 condenas. En medio de todo ello, arrecia el debate sobre la concesión o no a China del estatuto de economía de mercado, algo más que una simple etiqueta. En este aspecto, China recuerda a la UE que este reconocimiento operará automáticamente el próximo 11 de diciembre en virtud del acuerdo de incorporación a la OMC en 2001. Pero las advertencias respecto a las consecuencias de este reconocimiento en términos de destrucción de empleo en Europa en sectores como el textil o la electrónica, entre otros, así como el temor a un incremento sustancial del déficit comercial podrían convertirlo en una causa más de litigio.
Bruselas puede argumentar la inexistencia de una cláusula que opere automáticamente reconociendo la condición de economía de mercado, algo que suscita discrepancias entre los propios socios de la UE. Lo que sí parece seguro es que de no alcanzarse un acuerdo en un plazo relativamente breve, la posibilidad de represalias comerciales podría ser una realidad por más que, en efecto, se argumenten agujeros negros en la definición de la economía china y su nivel de homologación con las economías occidentales.
China empezó 2013 con anuncios de planes para ampliar el espacio de lo privado y del mercado en su economía en el contexto de su transición a un nuevo modelo de desarrollo. Y en eso está. La UE considera como de mercado una economía en la que el intervencionismo del Estado (en materia de precios, costes de producción, acceso al crédito de las empresas, etc) es poco significativo y en el que la propiedad goza de una amplia seguridad jurídica. Según Bruselas, China tiene mucho que mejorar en estos aspectos; de hecho, el propio Consejo de Estado y el Comité Central del PCCh acaban de aprobar conjuntamente una directriz para ampliar la protección de los derechos de propiedad (privada, estatal, intelectual, etc).
China es una economía con mercado pero no necesariamente una economía de mercado equiparable a las comunes en el Occidente desarrollado. La cuestión de fondo es si solo es merecedora de la definición de economía de mercado aquella que funciona según los patrones dictados por el liberalismo o si puede existir espacio para otros modelos. No es algo que se pueda discernir solo desde la economía. En el llamado “socialismo con peculiaridades chinas”, el mercado, con mayor o menor presencia en la economía, es concebido como un instrumento del Partido al servicio del desarrollo. Como lo es también la planificación. Imaginarse en esta China una economía de mercado similar a la vigente en Occidente equivale a exigir al PCCh una autocondena de liquidación. Por más que semánticamente se esfuercen en limar aristas, no parece que vayan a lacerarse motu proprio.