El cúmulo de tensiones que en el último año y medio han crispado las relaciones entre China y Occidente ha cristalizado en las últimas semanas en un éxito editorial que aporta un doble significado. De una parte, pareciera que la modestia haya tocado techo en China. De otra, constata cierto hartazgo de una arrogancia occidental que ahora, a la luz de la crisis financiera, ni en lo estrictamente técnico estaría en condiciones de dar lecciones. En el polémico libro, Zhongguo bu gaoxing (China no está contenta), sus autores claman contra la incomprensión occidental y reivindican la originalidad y fuerza de cinco mil años de historia para defender la autonomía de un proyecto que pueda estimular las propias capacidades en función de unos intereses nacionales emancipados de la influencia extranjera.
La oportunidad de la obra, que explica su rápida propagación, viene a cuento por la suma de enojos que China acumula respecto a un Occidente que no solo no reconoce su derecho a la diferencia sino que apenas agradece el esfuerzo que está realizando para colaborar, por ejemplo, en la solución de una crisis que, a mayores, ha rebajado considerablemente su fascinación por Occidente, y revalidado la confianza en las propias capacidades para evocar incluso la supremacía mundial del gigante oriental con menos complejos.
Asumiendo lo delicado de las relaciones de China con Occidente, los autores recomiendan el ejercicio de una diplomacia que otorgue premios y recompensas aplicando baremos de simpatía. No obstante, actuando así, no será fácil plasmar el mundo armonioso que con tanto ahínco promueve Hu Jintao, haciendo juego con una imagen más seductora. Por el contrario, resucita la tesis de la amenaza china tan en boga hace algunos años, aumentando las desconfianzas respecto a las verdaderas intenciones de la China potencia mundial.
Claro que el libro es obra de sus autores y no es fácil discernir si refleja o no un debate que también pudiera existir en la cumbre del poder chino. Como ejercicio intelectual provocador su éxito está fuera de cuestión. No pocos chinos dejarán de simpatizar con ese rechazo a dejarse enredar en la dependencia de Occidente, asumiendo con mayor convicción la defensa de sus propios valores.
Este nuevo envite nacionalista refleja un cierto estado de opinión motivado por la escasa comprensión de un proceso en el que muchos occidentales piensan que se puede influir mejor por la vía de la presión, haciendo gala de una arrogancia que aflora a la mínima ocasión. Pero lo cierto es que en Beijing, muy acostumbrados a proyectar el futuro, no faltan disquisiciones sobre una supremacía mundial con identidad propia y controvertida en su mesianismo. Este y otros gestos evidencian que, al menos algunos, piensan en ello.