El Presidente Trump anunció un nuevo aumento de aranceles sobre algunos productos chinos, justificando su decisión en el avance “demasiado lento” de unas negociaciones comerciales que, en su opinión, deben servir para reducir el colosal déficit comercial con China y para introducir cambios estructurales en el funcionamiento de su economía que pongan fin a asuntos como la transferencia forzosa de tecnología, la débil protección de la propiedad intelectual, el trato discriminatorio en el acceso al mercado o a las subvenciones a las grandes empresas estatales. El jefe negociador chino, Liu He, quitó hierro al nuevo arrebato de Trump calificándolo de un hipo en unas complejas negociaciones siempre expensas, como es natural, a altibajos. Mientras, los vetos estadounidenses a las empresas chinas se multiplican. El último, a China Mobile.
Cuando algunos vaticinaban ya el tramo final de las tensiones tras los gestos chinos de importar más productos agrícolas, energéticos e industriales de EEUU o su voluntad de legislar en áreas sensibles como las exigidas por su contraparte estadounidense, llegó este nuevo jarro de agua fría. China puede hacer concesiones, pero no es de esperar que acepte sin más desactivar su política en el sector tecnológico o que se cepille el sector público de un plumazo pues ambos resortes son indispensables tanto para alcanzar el liderazgo económico y tecnológico global como asegurar el control político interno del PCCh.
Beijing dispone ahora de un mes para cerrar el acuerdo o enfrentar la imposición de aranceles en todas sus exportaciones a EEUU. Trump eleva la apuesta con el objetivo de cerrar un acuerdo beneficioso más pronto que tarde, advirtiendo a Beijing que la tentación de dejar pasar y esperar al final de su mandato ante la hipótesis de una victoria demócrata puede resultarle aun más cara. En Washington se ha instalado el consenso de que las tensiones comerciales continuarán de una u otra forma y se convertirán en una competencia a largo plazo sobre la supremacía tecnológica mundial. En China piensan igual.
Así pues, las dudas sobre la posibilidad de cerrar un acuerdo, persisten. Y aun cuando se cierre, las dudas sobre la posibilidad de su efectivo cumplimiento, no son pocas. Ese pulso sostenido va para largo y los sobresaltos pueden convertirse en el pan de cada día.
Por otra parte, cabe enmarcar las tensiones comerciales en la pugna estratégica entre ambos países, que tiene en lo económico uno solo de sus vectores principales. La guerra comercial se ha convertido en un episodio más de la larga pugna por el relevo en la hegemonía global. El discurso del vicepresidente Mike Pence en el Instituto Hudson el pasado octubre señaló un punto de inflexión. Hay quien lo compara ya con el de Winston Churchill en Fulton en 1946. Hemos visto desde entonces que la presión de Washington se ha multiplicado en numerosos frentes.
La Séptima Flota desafía como nunca las reclamaciones marítimas chinas en sus mares contiguos. El Congreso de EEUU aprueba, una tras otra, resoluciones que China entiende como provocadoras a propósito de su poder militar, su política en Hong Kong y, sobre todo, el sensible asunto de Taiwán. Mike Pompeo y otras voces autorizadas fustigan sin cesar la política china en América Latina o en África, en el Ártico o en Europa, calificando su proceder de peligro amarillo, la acusa de practicar un nuevo colonialismo, de auspiciar la trampa de deuda y califica la Iniciativa de la Franja y la Ruta como una violación de la soberanía de otros países. Por todas partes afloran las sombras de los objetivos de seguridad nacional, dando a entender que la emergencia china será cualquier cosa menos pacífica y que una nueva era autoritaria amenaza al mundo. En un reciente foro sobre seguridad, Kiron Skinner, asesora principal del Departamento de Estado, declaró que “es la primera vez que nos enfrentamos a una gran potencia competidora no caucásica”…
El aumento de la confrontación en tantos y tan variados frentes agrava la desconfianza de fondo y amenaza con una confrontación estratégica generalizada. El temor de muchos gobiernos occidentales ante la creciente influencia de China en la economía mundial, les insta a adoptar medidas orientadas a dificultar su crecimiento en un momento delicado de su transición interna.
¿Obligará la guerra comercial a introducir cambios radicales en la política china? Más allá de ajustes, no es probable. Ni en el ámbito interno ni internacional. Por el momento, lo que llevamos de guerra comercial no ha debilitado a Xi Jinping aunque como vimos el pasado verano, algunas reservas se han expresado. Pero superó la prueba. Xi se cuidará mucho de que Liu He, su hombre de confianza en el diálogo con Washington, acabe siendo comparado con Li Hongzhang, el alto funcionario que avergonzó al país ultimando los Tratados Desiguales con las potencias occidentales en el siglo XIX. En ello se juega su “nueva era”. Por el contrario, las tensiones comerciales y estratégicas podrían incluso dar alas a los sectores más conservadores y debilitar la influencia de las elites más proclives a las reformas pro-occidentales.