China y el mundo en desarrollo

In Análisis, Política exterior by PSTBS12378sxedeOPCH

¿Resulta positivo o negativo el emerger de China para los países en vías de desarrollo? En ciertos aspectos la respuesta es ambivalente. Por un lado su expansión económica, sus gigantescas inversiones en infraestructura y su acelerado proceso de urbanización, han determinado una era de vacas gordas en relación a los precios de las materias primas. En el caso de América Latina son muchos quienes pronostican que ello conducirá a varias décadas de crecimiento económico sostenido.

Alternativamente, sin embargo, el bajo costo de la mano de obra china y la posibilidad de que ésta se mantenga así durante un largo período, han dejado sin capacidad de respuesta a buena parte del mundo en desarrollo. Esto se traduce no sólo en la pérdida de mercados sino también en la de inversiones que se desplazan hacia China. América Latina evidencia claramente esta realidad. Países como México, que sustentaron su apuesta de desarrollo en su mano de obra barata, se ven hoy acorralados. Podría argumentarse que esta región del mundo consolida su condición de exportador de materias primas a expensas de su capacidad manufacturera, lo que sin duda constituye un doloroso trueque.

Sin embargo, más allá de las ambivalencias, hay tres áreas donde el emerger de China resulta claramente positivo para el mundo en desarrollo. La primera se identifica con el quiebre de los paradigmas de aplicación universal. La segunda con su condición de portaestandarte de las naciones en desarrollo. La tercera con la aparición de una oferta manufacturera al alcance de las poblaciones menos pudientes.

Con el ocaso de China e India, a partir de finales del siglo XVIII, el mundo se tornó eurocéntrico. Desde el Libre Comercio hasta el marxismo cualquier paradigma con aspiraciones de universalidad tenía por definición que provenir de Occidente, única fuente válida de legitimación. El Consenso de Washington vendría a convertirse en el último de los paradigmas totalizadores. El renacer de China, sustentado en la fuerza incontestable e indetenible de su cultura, viene a poner fin a esta universalidad en singular para dar paso a una universalidad plural en la que no hay ya cabida para los “pensamientos únicos”. 

Por largo tiempo predominio económico y desarrollo fueron sinónimos. China está a punto de convertirse en la segunda potencia económica mundial y para el 2035 se estima que superará a Estados Unidos. Es no obstante un país en vías de desarrollo y lo seguirá siendo para el momento en que ascienda al primer lugar. Esa curiosa dualidad lo convierte en un invalorable portaestandarte del mundo en desarrollo, como bien lo ha venido demostrando en diversas negociaciones multilaterales. Sus intereses como economía emergente con grandes sectores poblacionales sumidos en la pobreza, la emparentan de manera cercana con las aspiraciones de ese grupo mayoritario del planeta.

Hasta el presente las grandes empresas producían para el mundo desarrollado y, por extensión, para los segmentos medios y altos del mundo en desarrollo. Ello dejaba afuera a los sectores de menores recursos. La gigantesca dimensión del mercado doméstico chino está obligando a las multinacionales, amén de a sus propias empresas, a producir para un consumidor menos pudiente. Desde vehículos hasta equipos médicos serán innumerables las manufacturas accesibles a comunidades y consumidores hasta ahora excluidos del mercado.

La balanza se inclina hacia el lado favorable. Más allá de los indudables problemas que la pujanza china está causando en multitud de economías emergentes, su vuelta al primer plano de la escena mundial, tras dos siglos de ausencia, debe ser recibida con beneplácito por las naciones en vías de desarrollo.