Tras la visita del primer ministro Li Keqiang a Japón el pasado mayo, le toca ahora devolver el gesto a Shinzo Abe. Su inminente presencia en China, tras siete años de ausencia a este nivel, despierta gran interés. La cuestión central de su agenda es la viabilidad de un relanzamiento de las relaciones bilaterales que en los últimos años, en coherencia con el habitual carácter cíclico manifestado en las últimas décadas, han atravesado momentos complejos.
China y Japón son dos actores determinantes en Asia oriental y su entendimiento es clave para mantener la estabilidad regional. La colaboración, que ambos dicen desear, se ve empeñada por severos contenciosos de tipo territorial (la soberanía sobre las islas Diaoyu/Senkaku), histórico (desde las ofrendas en el santuario Yasukuni a las armas químicas abandonadas en suelo chino o el problema de las esclavas sexuales, entre otros), político (las reformas constitucionales con el objetivo de hacer de Japón un país “normal”) y estratégico (la pugna por el liderazgo regional), que traban y ralentizan los impulsos normalizadores.
Pese a tantas hipotecas, las relaciones económicas entre ambos países se han desarrollado holgadamente, en términos generales. Tanto China como Japón comparten la defensa del libre comercio y rechazan el proteccionismo, un parte aguas tras el giro global de la Casa Blanca. Abe fue de los primeros líderes mundiales en visitar a Trump en su Torre al poco de ganar las elecciones en EEUU. Esa relación privilegiada se vio afectada con el anuncio de retirada de Washington del TPP (Acuerdo Transpacífico) que dejó huérfano dicho tratado, importante para Japón en términos comerciales y estratégicos. Tokio lo lidera ahora pero la ausencia de Washington le resta dimensión. Trump también reclamó que los países de la región asuman mayores costos en la factura de la defensa. Japón sufraga en torno al 75 por ciento de los costos de la presencia estadounidense en su país (40.000 soldados).
Al igual que ocurre en la relación entre EEUU y la UE, Beijing quiere explorar aquellas desavenencias para evitar la formación de un cohesionado bloque antichino entre las principales economías desarrolladas del mundo. China viene prometiendo a diestro y siniestro su afán de expandir la apertura y quiere que Tokio se implique en esta nueva fase, al igual que Alemania y demás países de la UE. La política de Trump les puede acercar aunque no tanto como para hacer peligrar su entendimiento estratégico. Abe, si bien reconoce el papel constructivo de Xi en el dossier norcoreano, guarda distancias respecto a China en otros asuntos de vital importancia para la estabilidad de la región como Taiwán o las disputas en los mares de China.
Junto a Corea del Sur, ambos países llevan años negociando un tratado de libre comercio que ahora, en el marco de la guerra comercial con EEUU, cobra mayor sentido, especialmente a la vista de la cláusula anti-china que Washington estableció en su reciente acuerdo con México y Canadá (USMCA) y que pretende extender a todos sus socios comerciales. El TLC firmado por China y Corea del Sur en 2015 está siendo renegociado por presiones de Donald Trump. Japón también participa en las negociaciones para la Asociación Económica Integral Regional (47,6 por ciento de la población mundial y 31,1 por ciento del PIB mundial), que deberían finalizar este año.
Pese a la complejidad de sus relaciones, China y Japón pueden y deben hacer más para no solo ampliar sus intercambios sino también para contribuir a una mayor estabilidad regional. La clarificación de sus diferencias en cuestiones militares y de seguridad, con otorgamiento de garantías por ambas partes, ayudaría sensiblemente a mitigar las divergencias procurando una mayor autonomía a la región.