Los números hablan por sí solos. En 2009, el intercambio comercial entre China y América Latina sumó 121.500 millones de dólares, 12 veces más que en 2002. De acuerdo con la Cepal, entre 1990 y 2009, las inversiones chinas en la región ascendieron a 7.336 millones de dólares; en 2010, a 15.251 millones de dólares y se estima que en 2011 sobrepasarán los 22.000 millones de dólares. China se ha transformado en el principal socio comercial de Brasil y Chile y ya es el segundo de Perú y Argentina, según el Banco Interamericano de Desarrollo. Las cifras, aunque no todas coincidan en sus extremos, son realmente espectaculares: las importaciones chinas de productos latinoamericanos subieron el 1.153% entre 2000 y 2010, mientras que las exportaciones lo hicieron en un 1.800%. Las exportaciones a Estados Unidos y la Unión Europea en 2009 disminuyeron en un 26 y 29 por ciento, mientras que las exportaciones de la región a China crecieron en un 11 por ciento.
Con su fuerte demanda de commodities, el gigante asiático se ha convertido en los últimos años en un importante motor del crecimiento económico para la región. América Latina, en conjunto, viene creciendo a una tasa anual del 5,5 por ciento desde el 2003 y ello es inseparable de la intensificación de su relación comercial con China.
Pekín precisa ingentes recursos naturales para nutrir su fuerte ritmo de crecimiento. No pasa por alto que América Latina posee el 15 por ciento de las reservas mundiales de petróleo, el 25 por ciento de las tierras para la agricultura, el 30 por ciento del agua mundial y el 40 por ciento de las reservas mundiales de oro y cobre. La inversión de capitales chinos, sea a través de empresas domésticas o en alianza con otras empresas foráneas, se han concentrado en hidrocarburos (petróleo), minería (cobre, hierro) e infraestructura (telecomunicaciones, puertos y líneas ferroviarias), pero también se expanden a la agricultura y a la manufactura. La búsqueda de oportunidades en América Latina forma parte de la agenda de muchos grupos empresariales chinos, lo que augura un cierto horizonte promisorio.
Pero no todo es oro lo que reluce. Cada vez más voces alertan sobre los riesgos de esta situación ante la amenaza de reproducir viejos modelos de dependencia que no han aportado un desarrollo equilibrado y sostenible a la región. El solo peligro de una reducción en los precios internacionales de los principales recursos exportados (metales, hidrocarburos y alimentos) podría echar por tierra la bonanza actual. Con la vigente estructura del comercio bilateral, escasamente diversificado, ello tendría importantes consecuencias en la economía regional.
La América Latina de hoy cuenta con una importante fortaleza institucional, voluntad de integración, empresas de creciente significación, discurso político templado, líderes comprometidos, altos niveles de autoorganización social, atributos que le confieren capacidades para establecer con China un modelo de cooperación Sur-Sur que supere las inercias del pasado, tan habituales en la relación con sus otros socios más importantes, EEUU y la UE. China tiene en esta región la oportunidad de pasar de las palabras a los hechos, demostrando su capacidad para implementar un modelo alternativo que convierta la complementariedad de las respectivas economías en ventajas mutuas para generar dinámicas de desarrollo duraderas e inclusivas.
Una relación integral así entendida, capaz de combinar las exigencias de un desarrollo endógeno, respeto ambiental, inclusión social y consenso político tendría un gran impacto regional y global. Por el contrario, la esperanza y admiración que China suscita en ciertos sectores de la región podría transformarse en una creciente hostilidad si no se eluden los riesgos de plasmar una nueva dependencia. Una frágil frontera separa el crédito del descrédito.
China no dirá que no, pero ¿sabrá hacerlo? El aprendizaje que sugiere pudiera ser útil no solo pensando en la vitalidad y aplomo de la relación con América Latina y su impacto global sino también en la propia China, donde enfrenta dificultades y problemáticas no tan lejanas. La coincidencia formal en los planteamientos generales no sugiere grandes reservas a juzgar por los contenidos de las declaraciones oficiales a uno y otro lado, pero la aproximación de las respectivas culturas de negocio ofrece dificultades importantes que costará superar. Además, no todo depende de China. A los líderes de la región les urge fortalecer su integración y definir una estrategia coherente y coordinada que saque provecho de la capacidad de impacto y transformación de la presencia oriental en la región.
La traducción política de esta alianza económica y comercial sugiere un incremento de la influencia china, pero no conviene pasar por alto que para Pekín, con independencia de profesar o no objetivos anti-hegemónicos, presenta límites sustanciales derivados de las bondades de un pragmatismo compartido pero de alcance limitado (que les acercan) y de un conjunto de valores mutuamente respetados pero diferenciados (que les separan). La intensidad de esta relación es directamente proporcional al vigor de un intercambio económico que debe prestar más atención a la calidad. Si esta no mejora, ambas partes habrán fracasado.