Tras el colapso soviético y el fin de la Guerra Fría el planeta entero tuvo que acoplarse a un orden económico internacional definido a imagen y semejanza de los intereses de la superpotencia dominante: Estados Unidos. No en balde un recetario económico compuesto por políticas tales como disciplina fiscal, liberalización comercial, privatizaciones o desregulación llevó el nombre de Consenso de Washington. La puesta en práctica de ese recetario por parte del FMI y del Banco Mundial, organismos bajo control estadounidense, permitió abrir mercados a lo largo y ancho del mundo a los capitales, los productos y los servicios de ese país. Desde luego la aquiescencia a esas políticas por parte de sus principales socios (Japón, Canadá y las mayores economías europeas), resultó de la mayor importancia. Pero ésta fluyó de manera natural en la medida en que también aquellos resultaban beneficiarios de dicha apertura. Para los países del mundo desarrollado, con Estados Unidos a la cabeza, nada más natural que el asumir que los mecanismos del poder financiero multilateral estaban al servicio de sus intereses.
Como era de suponerse este status quo estaba destinado a chocar con las aspiraciones de las economías emergentes, a la cabeza de las cuales se encontraba China. Fue a raíz de la crisis financiera del 2007-2008, sin embargo, cuando la situación hizo crisis. La misma se manifestó básicamente a través de dos episodios. El primero se presentó cuando se hizo necesario incrementar las cuotas en el FMI, a objeto de darle a este organismo mayor músculo financiero para auxiliar a las economías europeas en crisis. El segundo tuvo lugar cuando en noviembre de 2011 China ofreció 100 millardos de dólares para ayudar a solventar la crisis de los países de la Eurozona, a cambio del apoyo de aquellos para obtener una mayor presencia e influencia en el FMI. En el primer caso el Congreso de Estados Unidos se negó a aceptar cualquier reorganización en las cuotas del FMI que implicase dar mayor poder de voto a las economías emergentes y en particular a China. En el segundo caso se produjo una rotunda negativa europea, seguramente influenciada por Washington, a aceptar una ayuda cuya contrapartida fuese fortalecer la posición de China en el FMI.
La frustración de las economías emergentes, frente al rechazo de Estados Unidos y de sus socios a abrirles espacio en las multilaterales financieras, ha sido grande. Particularmente en el caso de China, país cuyo PIB medido en poder de paridad de compra sobrepasó al de Estados Unidos en 2014. En efecto, frente a los 17,4 billones (millón de millones) de dólares del PIB estadounidense, China se presenta con 17,6 billones. No obstante la cuota de participación accionaria de este último país en el FMI es de apenas 3,8% frente a un 17,9% para Estados Unidos, lo que establece un abismo de diferencia en términos de poder de voto. Como cabía anticipar Pekín no tenía por qué quedarse cruzado de brazos: si no se le abría espacio dentro de la institucionalidad financiera existente, el paso natural era crear una institucionalidad paralela bajo su liderazgo. Para ello contaba con 3,9 billones de dólares en reservas internacionales.
En octubre de 2014 el Presidente Xi planteó oficialmente la creación del Banco de Inversiones de Infraestructuras Asiático, proponiendo para éste un capital de 50 billones de dólares que luego aumentaría a 100 billones. Su objetivo era el de financiar una amplia red de infraestructuras continentales. Desde un comienzo Washington se opuso a la iniciativa, articulando un boicot con la participación de sus principales aliados de Europa, Asia y Oceanía. El que China pudiese asumir una posición de liderazgo financiero en la región de más rápido crecimiento del planeta era algo que, simple y sencillamente, le resultaba inaceptable. Si bien una tras otra de las economías emergentes fueron sumándose al proyecto, el hecho de que las economías desarrolladas le negasen legitimidad a la institución implicaba nacer con peso en las alas.
El 13 de marzo pasado, sin embargo, el boicot estadounidense se quebró de manera inesperada. Ante la furia apenas contenida de Washington su mayor aliado estratégico, el Reino Unido, decidió apelar a su interés nacional para apuntarse como miembro fundador de la institución. La caída de esta primera pieza fue rápidamente arrastrando consigo al resto de la hilera del dominó: Alemania, Francia, Italia, Países Bajos, Suiza, España, Nueva Zelandia, Australia, Corea del Sur y así sucesivamente. Hasta el 31 de marzo estaba abierto el plazo para ser miembro fundador del banco y, por extensión, para participar en el diseño de sus estatutos. De poco valieron las presiones y el disgusto de Estados Unidos ante la perspectiva de quedar fuera de esta gigantesca fuente de oportunidades económicas y de antagonizar a China.
La política estadounidense de no hacer ni dejar hacer evidenció un fracaso estrepitoso en este caso. Más le valdría a Washington comenzar a darle a China el puesto que le corresponde.