El desamor sino-estadounidense Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

In Análisis, Política exterior by Xulio Ríos

Cuando Deng Xiaoping viajó a EEUU apenas un mes después de que el PCCh adoptara la política de reforma y apertura, a finales de 1978, su conclusión fue inequívoca a la hora de reivindicar el aprendizaje de los países desarrollados: no le interesaba en absoluto su sistema político pero sí su modelo de crecimiento económico. Los dos países eran entonces como recién casados. Deng fue el primer líder chino en visitar EEUU muy poco después de establecer relaciones diplomáticas en enero de 1979. Aquellos nueve días de gira lograron dejar atrás varias décadas de una relación bastante hostil.

El PCCh trazó entonces una hoja de ruta en grueso con el denominador común de abrazar el mundo exterior, sobre todo el mundo liberal. Frente a su anterior estigmatización como un “tigre de papel”, se abrían paso la admiración y la simpatía, percepciones muy por encima de los inevitables y ocasionales tropiezos.  Aun así, bueno es reconocer que nunca se desdijo de su ideología de origen ni ocultó su identidad política considerándose esta visible “contradicción” en Occidente una solución de conveniencia de la que se desprendería cuando las circunstancias fueran otras.

El desarrollo de las relaciones sino-estadounidenses bajo la presidencia de Donald Trump ha destruido por completo aquella atmosfera. El pingpong, que en su día permitió anticipar una nueva era, se evaporó como símbolo de la diplomacia olímpica. En su lugar, nos hallamos ante un discurso despechado que amenaza con la deconstrucción de lo avanzado en las pasadas décadas. La Casa Blanca acusa a China de haberse aprovechado vilmente de su bonhomía siendo la responsable de gran parte de sus problemas económicos. Sin desdeñar unos argumentos por naturaleza controvertidos, pasa por alto, entre otros, que durante años las grandes empresas estadounidenses han logrado –y logran- pingües beneficios en el gigante oriental.

El entendimiento entre los dos países atraviesa su peor momento desde 1979. Y lo que es peor, todo indica que podemos hallarnos en la frontera de un cambio de naturaleza en la relación que agravará la rivalidad entre ambos. La invectiva del vicepresidente Mike Pence en el Instituto Hudson en octubre pasado no deja lugar a dudas sobre ello: no se trata solo de las tensiones comerciales y tecnológicas bilaterales sino de una rivalidad sistémica profunda que afectará cada vez más a lo ideológico, estratégico e incluso a lo militar.

La estigmatización de algunas iniciativas chinas está sirviendo de argumento para obligar a terceros a tomar partido, aconsejando, en ocasiones con arrogancia, sobre los peligros de un acercamiento demasiado estrecho a Beijing. Este discurso se propaga por los cinco continentes, aunque por el momento con escaso eco. El atractivo comercial de las propuestas chinas y la pérdida de credibilidad de Washington condicionan la inhibición. A fin de cuentas, para muchos, se trata de elegir entre el clasicismo político de Xi Jinping y los modos intempestivos de Trump. Y Xi va ganando socios mientras Trump se empecina en perderlos.

Por otra parte, tras la quiebra del tratado sobre las armas nucleares intermedias, la competición se ha extendido al plano de la defensa. Con el argumento de que China practica una estrategia de agresión militar y economía predatoria, el nuevo secretario Mark Esper ya adelantó la intención de fortalecer la presencia militar estadounidense en Asia-Pacífico, incluyendo el despliegue de misiles en Corea del Sur o Japón, lo que supondría una amenaza directa a las puertas de China. La carrera de armamentos está servida.

En suma, en EEUU parece haberse llegado al convencimiento de que la preservación de su hegemonía global exige poner fecha de vencimiento a la República Popular China adoptando un enfoque de total confrontación. Algunas voces internas siguen abogando por el compromiso pero gozan de mayor influencia quienes defienden que China, antes un valioso socio geoestratégico, hoy no pasa de ser un régimen comunista resentido y opresivo y que sus dimensiones económicas, diplomáticas y militares representan una amenaza en toda regla. Estos reclaman que Trump sea una especie de nuevo Reagan aunque ni mucho menos dispone de la capacidad de este para aquilatar lazos con sus aliados. Con su proceder, Trump está en gran medida aislado en su visión de una China que ambiciona destruir la arquitectura de la economía y el orden global. No todos lo creen así.

En China, esta perspectiva quiebra la ilusión de EEUU como modelo a imitar, siquiera parcialmente. Y los sectores menos proclives al acuerdo, especialmente asentados en los ámbitos ligados a la ideología o la investigación política, también se movilizan para contrariar cualquier posibilidad efectiva de lograr un compromiso.

En esta espiral negativa, las posibilidades de evitar una ruptura dependen de la capacidad de ambas partes para contener sus diferencias. La tendencia que apunta a reducir considerablemente las interacciones económicas para mantener la hegemonía política y militar alienta a gran velocidad el advenimiento de una nueva guerra fría. Por el contrario, convendría reconocer y seguir animando la participación china en el orden global y trazar una política para implicar a las elites chinas en el desempeño de un rol constructivo.