El 21 de febrero de 1972 el Presidente de Estados Unidos Richard Nixon llegó a Pekín, poniendo fin a más de veinte años de hostilidad profunda entre ambos países. La misma había incluido un enfrentamiento armado de varios años en tierras coreanas. Por razones diversas Washington y Pekín requerían de este acercamiento. El primero para minimizar los costos de salida de una larga y desgastadora guerra en Vietnam. El segundo para disuadir a la Unión Soviética de una guerra que se hacía cada vez más probable.
El resultado de este primer encuentro de alto nivel fue la puesta en marcha de una espiral virtuosa de acercamiento. Ello implicó el reconocimiento tácito de Pekín al liderazgo estadounidense en la región Asia-Pacífico, así como el restablecimiento diplomático entre las partes en 1979. En definitiva, Estados Unidos aceptaba al régimen comunista como legítimo representante del pueblo chino con derecho a ocupar el sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y este último no se oponía a la preponderancia estadounidense en su parte del mundo. Por vía de este proceso, Estados Unidos facilitó el posicionamiento económico e internacional del gobierno de Pekín, apoyando su desarrollo tecnológico y su entrada a la Organización Mundial de Comercio en 2001.
Se trató de un orden de cosas que trajo grandes beneficios a las dos partes. China pudo concentrarse en su propio desarrollo económico sin preocuparse de la hostilidad estadounidense. Estados Unidos pudo dirigir su atención prioritaria hacia otras regiones del planeta sin que China pusiera a prueba su liderazgo en el Asia-Pacífico. Más aún, fue un acuerdo duradero que no sólo logró superar los cambios de gobiernos en ambos países, sino también la desaparición de la amenaza común que los había acercado inicialmente: la Unión Soviética.
Los escollos en el camino fueron múltiples: las repercusiones de la matanza de Tiananmen de 1989; la controversia en torno al disidente chino Fang Lizhi entre 1989 y 1990; la crisis del Estrecho de Taiwan en 1996; las suspicacias y furia chinas resultantes del bombardeo accidental de su Embajada en Belgrado en 1999 o el incidente aéreo en la isla de Hainan en 2001. No obstante, la voluntad recíproca de buscar un entendimiento y de preservar las bases del acuerdo existente, permitieron sortear las sucesivas crisis.
A partir del año 2008, sin embargo, una dinámica de signo contrario comenzó a hacerse palpable. Un cuestionamiento al liderazgo estadounidense en la región Asia-Pacífico, fue cobrando fuerza creciente en China. La convergencia de un conjunto de factores en 2008 sirvió como detonante para ello: la crisis financiera global desatada por Estados Unidos, el empantanamiento de este país en sus guerras en Irak y Afganistán, el fuerte impulso a la autoestima china resultante de las olimpíadas de Pekín de ese año y su rápida capacidad de respuesta ante la crisis económica.
En síntesis, una toma de conciencia con respecto a sus propias capacidades y logros pareció contrastar con lo que se vislumbraba como el inicio de la decadencia estadounidense. La llegada de Xi Jinping al poder dio un nuevo impulso al proceso anterior. Su “sueño” del reencuentro chino con su grandeza pasada, ha llevado a una actitud crecientemente asertiva y cuestionadora del alto perfil estadounidense en esa parte del mundo.
Para Washington, lo anterior equivale al desconocimiento por parte de China del acuerdo pacientemente labrado a partir de 1972. Para China, en cambio, se trata de una simple constatación del “shi”. Es decir, esa noción ancestral según la cual los procesos deben adaptarse a la aparición de las oportunidades. Así como el agua fluye, los procesos también lo hacen. Adaptarse a ese flujo es no sólo expresión de realismo sino el imperativo a seguir por todo estadista sensato.
Así las cosas, un desentendimiento cultural profundo está a la base del forcejeo político que conduce a Estados Unidos y a China a una nueva versión de Guerra Fría. Mientras el primero se siente traicionado en su buena fe hacia China, expresada de manera consistente por varias décadas, esta última considera que simplemente está adaptándose al inevitable fluir de los eventos. En esencia, es el choque entre una visión estática y otra dinámica del acontecer político.
Por si lo anterior fuese poco para alimentar la incomprensión, un elemento adicional se añade. Estados Unidos mantuvo por décadas la convicción de que el resultado final de la apertura económica iniciada en tiempos de Deng Xiaoping, no podía ser otro que el de la conversión de esa sociedad a los preceptos del pluralismo democrático y del libre mercado. De allí la creencia de que el apoyar a China equivalía a promover sus propios valores. Para China, en cambio, una civilización y una tradición estatal multimilenarias no pueden subsumirse a preceptos ajenos. Lo que Washington percibe poco menos que como una forma de engaño, representa para Pekín una simple reafirmación de identidad.
El desencuentro es inevitable.