La duda no se despejó del todo y el escepticismo persiste. Pero el encuentro del 7 y 8 de junio entre Barack Obama y Xi Jinping fue, al menos en apariencia, de color de rosa, aunque poco más ha trascendido. La sensación que dejó es de una relación menos crispada entre ambas potencias pero también que Obama pasará y que China seguirá ahí, cada vez más sólida. Tras las duras acusaciones estadounidenses de ciberespionaje, el presidente Obama encara horas bajas en la política interna mientras su imagen internacional se resiente de las revelaciones que le sitúan como el mayor espía global.
Por otra parte, la duda circunda cada vez más el anunciado traslado del peso político-militar a Asia. Queda claro que EEUU no renuncia a asegurarse el liderazgo pero también que su preservación a medio y largo plazo va a depender, sobre todo, de la liquidez de su Tesoro y no tanto de la voluntad del Pentágono o del Departamento de Estado.
Xi Jinping insistió en el carácter pacífico del desarrollo chino, apostando por multiplicar las interdependencias y evitar toda confrontación aumentando la calidad de los intercambios y las relaciones a todos los niveles y muy específicamente en el plano militar. Ello a sabiendas de que no podrá evitar la continuidad de las ventas de armas a Taiwán o los altibajos en las tensiones en los mares próximos en los que la intensificación de las alianzas de algunos países con EEUU tiene como efecto reflejo los desaires a Beijing. Sus intereses centrales, que ya no son solo Taiwán o Tíbet sino que se extienden a otros entornos territoriales, reclaman un diálogo de mayor alcance para evitar la confrontación.
Por más que China insista en que no le interesa la hegemonía mundial, algo totalmente ajeno a su tradición histórica y para lo que no está preparado en sentido alguno, EEUU no las tiene todas consigo. Cada avance chino suena en la Casa Blanca como un aviso. Por otra parte, un Washington realista parece admitir su incapacidad para impedir la emergencia de China y menos para cercarla. Quizás por ello, Obama parece haber elegido la conciliación y el control de las tensiones, presentando como éxito de su talante la moderación de la actitud china a propósito de Corea del Norte.
Otra cosa es que los intereses no puedan colisionar y cada parte se ha reafirmado en los suyos. El problema no es tanto la gestión de los diferendos inmediatos, que también, como el pensamiento estratégico que guía a cada parte y qué prima en él, cuál el peso y la influencia en los respectivos círculos de poder de quienes celebran un nacionalismo susceptible de inducir a la confrontación. Los intereses y ambiciones de cada uno quizás puedan adaptarse pero las rivalidades estratégicas sugieren otros matices de difícil acomodo.
La búsqueda de un nuevo tipo de relaciones abre un compás de espera que debiera abrirse camino antes de 2016 conforme al canon chino, con el gradualismo y la experimentación por bandera. El consenso que ambos dirigentes presumen haber logrado parece antojarse un mínimo común denominador para dar paso a una exploración más diversa y más profunda a partir de la tupida red creada a lo largo de las últimas cuatro décadas. No esperemos cambios drásticos. Lo más importante ahora es evitar que los riesgos aumenten.