Al tiempo que las tropas internacionales apuran su salida de Afganistán, en paralelo, se intensifica la aproximación entre Kabul y Beijing. El pasado 28 de octubre, el nuevo presidente afgano, Ashraf Ghani Ahmadzai, visitaba la capital china, siendo esta su primera salida al exterior tras asumir el cargo. En la agenda, los acuerdos de colaboración, especialmente en el ámbito económico. Mientras, en el aire, las especulaciones acerca de si China se involucrará en los asuntos de seguridad quizá incluso en sustitución del papel de las fuerzas de ISAF (International Security Assistance Force) lideradas por EEUU y la OTAN tras trece años de cuestionada presencia en el país.
Es verdad que China ha venido acompañando con preocupación los impactos del problema talibán en su Xinjiang, donde la violencia prolifera, pero de ello no cabe deducir transgresiones significativas de su posición tradicional, es decir, la no implicación directa en el polvorín afgano en virtud de su posicionamiento contrario a las intervenciones militares, que actúa como un límite infranqueable tanto por razones conceptuales como de responsabilidad. En cualquier caso, si es plausible una mayor implicación en la solución del problema por dos vías complementarias y adicionales. De una parte, en relación a la variante paquistaní, esto es, tratando de influir de forma más efectiva en los vínculos existentes entre segmentos del ejército de Islamabad y la insurgencia afgana.
De otra, asumiendo una mayor responsabilidad en términos de desarrollo. China concedió a Ahmadzai una ayuda de 327 millones de dólares a desgranar en los tres próximos años. Cabe esperar que los grandes grupos públicos chinos se impliquen con mayores inversiones en el ámbito de la minería, de las infraestructuras de energía y de transporte, pero en ningún caso China se enfrentará directamente a los talibanes, dando a entender que aspira a tomar el lugar de nadie, tan poco deseado por otra parte, ni tampoco prestará un apoyo directo en materia de seguridad.
Cierto es que las autoridades de Beijing tienen motivos más que sobrados para temer el contagio terrorista en su Xinjiang. Le interesa, en efecto, combatir el extremismo religioso en los países vecinos, incluyendo aquellos de Asia Central donde las conexiones son evidentes con la insurgencia uigur, pero sus métodos, aun a riesgo de que en un momento dado los talibanes recuperen el poder en Kabul, no pueden emular el fiasco operado por las potencias occidentales. En línea con el llamado Proceso de Estambul, promovido por Turquía, China atribuye más credibilidad a la reconciliación entre las diferentes facciones afganas como germen de la estabilidad en el país.
A dichos ejes habría que sumar una indispensable atmosfera de cooperación entre EEUU, Rusia y China a propósito de este conflicto, evitando que la abrupta salida de unos se convierta en oportunidad para llevar a cabo operaciones cruzadas de desestabilización que sume nefastas connivencias impidiendo la mejora de la situación. Nadie saldría beneficiado de tal dinámica.
China cuenta con activos importantes para influir positivamente en la evolución de la situación afgana por sus buenas relaciones con Pakistán y su implicación financiera y material en el desarrollo económico de Afganistán, pero igualmente por sus relaciones pasadas con los talibanes en el poder –hasta 2001-. No cabe esperar mucho más, ni tampoco menos.
Kabul y Ahmadzai deben asumir que la estabilización del país exige un considerable esfuerzo de reconstrucción y de desarrollo interno, unido a una gestión eficaz de las implicaciones regionales del enredo afgano en las que China y otros actores externos, con otra política, puede conducir a una mejoría sustancial de la estabilidad.
Para Beijing, que intensifica su discurso anti-terrorista en virtud del agravamiento de la situación en Xinjiang, la talibanización de esta región es un escenario que no puede descartar, sobre todo cuando atribuye a la implicación externa muchos de los atentados registrados en los últimos meses. Pero dada la complejidad actual, hay razones sobradas para echar mano de la cautela. En Afganistán, China tendrá la oportunidad de no solo jugar un papel internacional de primer plano sino acreditar la bonhomía de su política con un balance menos traumático que el ofrecido por trece años de agotadores combates que han mantenido el país enfangado en sus peores temores.