Beijing, junto con Moscú, opuso su veto el pasado 19 de julio, por tercera vez, a una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU cuyo objetivo era imponer nuevas sanciones al régimen de Bashar el Asad, cuya familia lleva cuarenta años en el poder. Pero a diferencia de Rusia, China no parece tener intereses propios y directos en dicho país. ¿Qué razones le motivan para no secundar la posición mayoritaria del Consejo?
La posición china obedece a cuatro razones principales. En primer lugar, su oposición de principio a toda intervención militar exterior en un conflicto interno. En el fondo, lo que Beijing teme no es la mera caída de el Asad sino que se repita la situación vivida en Libia cuando su abstención facilitó una intervención de la OTAN que a su entender ultrapasó con claridad los límites que inicialmente se le habían fijado. La crisis que vive Siria, en la lectura de Beijing, no puede ser atajada con el propósito oculto de aumentar la influencia occidental en la zona, motivación última que explicaría el interés de las capitales europeas, Israel y EEUU. Esa defensa de la neutralidad por principio había provocado ya una primera ruptura de su tradicional posicionamiento de respaldo a las iniciativas de los países árabes cuando en febrero de este año también vetó la propuesta de resolución suscrita por la Liga Árabe.
En segundo lugar, la interpretación que China realiza de la crisis siria nos evoca un escenario de guerra civil –que Rusia reconoce a regañadientes- enfrentando a dos facciones rivales, lo que sugeriría un actuar de la comunidad internacional a favor del entendimiento entre las partes y no un apoyo a cualquiera de ellas que atice el enfrentamiento con resultado incierto.
En tercer lugar, su mayor preocupación estratégica radica en asegurar la normalidad de los aprovisionamientos de energía provenientes del Golfo que podrían verse perturbados por una desestabilización del régimen de Damasco y un incremento de la tensión y la rivalidad entre chiitas y sunitas en el marco del pulso que mantienen Irán y Arabia Saudita (largamente implicada, con Catar, en esta crisis).
En cuarto lugar, el escenario de una Siria post-el Asad más o menos democrática no es contemplado como realista por Beijing. Muy al contrario, lo que teme China es un galimatías caótico condicionado por la proliferación de los radicales extremistas sunitas, ampliamente presentes en el conflicto y manipulados por Riad, para quienes Irán es la bestia negra a batir. Siria sería entonces el primer peldaño de un gran y ancestral ajuste de cuentas. Por ello, de no reducirse la tensión, la amenaza que pende sobre la región es explosiva. Concentrarse en una gestión de los intereses a corto plazo podría conducir a una desestabilización general de la región que solo puede evitarse instando a los países de la zona a la cooperación.
La evolución del conflicto sirio le está sirviendo a China para reforzar su independencia de criterio sin plegarse a las presiones de la UE y de EEUU, tal como también plantea, por ejemplo, al mantener sus compras de petróleo a Teherán. Lo que pone en causa Beijing es la estrategia general de los países occidentales en el mundo árabe y no cabe esperar que secunde resolución alguna del Consejo de Seguridad que pueda legitimar una nueva intervención militar directa.
Estamos pues ante el punto y final. La crisis siria va más allá de un leve desacuerdo puntual. Lo que se abren son abismos conceptuales y estratégicos. Mientras unos aseguran priorizar las preocupaciones humanitarias o la seguridad de Israel, China dice defender otra visión de la estabilidad regional, la soberanía nacional y el diálogo. Todo ello en un contexto de gran complejidad pero señalando claramente el auge de una rivalidad estratégica que gana enteros en zonas tan distantes como el Mar de China meridional o la Europa del Este.
El desmarque chino se completa tendiendo puentes a todos los actores de la región con el indisimulable propósito de proteger sus intereses energéticos. Tanto apoya la causa palestina y condena la extensión de los asentamientos israelíes como multiplica sus vínculos con Tel Aviv. Tanto condena las políticas occidentales en relación a Irán como reclama de Teherán que regrese a la mesa de negociaciones. Tanto sostiene la legitimidad de El Asad como le reclama que ponga fin a la violencia. Y, naturalmente, tanto compra petróleo a Irán (11%) como a Arabia Saudita (30%).
No obstante, el considerable incremento de las relaciones comerciales con los países de la zona no le ha permitido hasta el momento convertirse en un actor de peso e influyente por lo que su declarada neutralidad corre el riesgo de ser entendida como una inhibición que a la postre le sitúa del lado de un régimen que masacra su población. Por otra parte, tanto supuesto empeño apaciguador requiere una acción diplomática más incisiva que se contradice con una superficial asunción de riesgos que por otra parte intenta evitar a toda costa. Tal encaje de bolillos es difícilmente comprensible cuando tantas vidas están en juego.