Desde el inicio de la actual crisis, China ha acompañado sus efectos combinando las medidas internas de fomento del consumo y el crecimiento para compensar las consecuencias de la reducción de las exportaciones con inyecciones de capital en las instituciones financieras multilaterales y en países en crisis, desarrollando misiones de compra o multiplicando sus inversiones directas en la geografía global, unas veces recibidas con alivio, otras con cautela y hasta con abierto rechazo. Bien es verdad que nadie regala nada. China es consciente de que el actual momento representa una oportunidad única para ganar espacio e influencia internacional y también para aumentar su peso específico en sectores de importancia estratégica. Con toda seguridad, lo mismo haría cualquier país de Occidente de hallarnos en una situación inversa.
No obstante, otra cosa es que China pueda “alegrarse” de las dificultades del mundo desarrollado y que en ellas solo identifique ventajas hasta el punto de alentar, incluso, su derrumbe. Hay ciertamente atisbos de una satisfacción ideológica derivada de aquella interpretación que sugiere una supuesta “superioridad” de su modelo, ajeno a las prácticas financieras poco ortodoxas que están en el origen de la crisis en EEUU, pero a China, con una interdependencia muy acusada, no le conviene desplome alguno de las economías occidentales ya que esto repercutiría de forma muy negativa en su propia economía y en sus reservas financieras. A China le interesa la subsistencia de la unión monetaria europea por razones múltiples. En términos estratégicos, le conviene la existencia de una UE más coordinada y unida, que pueda erigirse en un polo de poder a nivel global, con capacidad propia para la interlocución. El fracaso del euro sería el fracaso de la UE, no revertiría por sí solo en un debilitamiento de la alianza trasatlántica ni le facilitaría cabezas de puente de relieve para activar un hipotético “desembarco” en Europa.
China no se ha destacado especialmente en estos años por dar recetas a nadie. Ni siquiera ha promovido una agenda propia. Las rituales declaraciones reclamando un mayor peso de las economías emergentes se han quedado en poco más que eso. Por el contrario, se ha sumado al clamoroso silencio de las grandes potencias respecto a los temas que en 2008 se consideraban “esenciales” para salir de la crisis, ya fuera la regulación de los mercados financieros, la supresión de los paraísos fiscales o la imposición de tasas a las plusvalías especulativas, medidas que han desaparecido del orden del día, mientras las letras negritas acompañan las exigencias de reducción de los coste del despido u otras similares. A día de hoy, es posible que Taiwán, un país a la intemperie en el orden internacional, se convierta en el primero en el mundo en introducir un impuesto específico a las plusvalías obtenidas en la Bolsa.
Ahora, en la cumbre del G20, China, junto a los demás países del grupo BRICS, se ha mostrado dispuesta a aportar más dinero al FMI para aumentar la cartera de recursos frente a la crisis. Pero con condiciones, claro. Cualquiera haría lo mismo si, como está ocurriendo, no se hubiera culminado aun, por ejemplo, la reforma aprobada en 2010 que le otorga más poder en dicha institución –junto a otras economías emergentes-, una decisión que tiene frenada el Congreso de EEUU.
China es el banquero del mundo, con una importante presencia del euro en su cartera de divisas. Difícilmente puede la destrucción de la moneda única mejorar sus finanzas, ni de ello depende el éxito o fracaso de sus estrategias de internacionalización del yuan, cuyo avance se verá ralentizado por la actual crisis. El reminbi se ha venido apreciando estos años de forma significativa hasta el punto de moderar la presión de Washington. Por el contrario, más le conviene a China mostrar una voluntad cooperativa, a sabiendas de que la propia inercia de los acontecimientos le conduce inexorablemente a la supremacía de la economía global, que podría producirse sin necesidad de recurrir a cataclismos mayores.
Si el euro fracasa, será por culpa de la propia Europa que ha demostrado su ineptitud y falta de valor para afrontar una crisis como la griega y evitar su contagio, circunstancia que hace tiempo permitió comprender a Beijing que no cuenta con interlocutores a su altura en el Viejo Continente. China actúa en estos temas con sentido estratégico y cálculo global. No le importó perder mucho dinero en la crisis financiera asiática de los noventa porque el sentido de su acción iba mucho más allá del balance contable, el único documento que hoy parece servir de guía a nuestros líderes europeos.