Tras la Segunda Guerra Mundial, y por largas décadas, Estados Unidos detentó su hegemonía sobre la mayor parte del mundo. Con el colapso soviético, ésta asumió carácter global. Se trataba de una arquitectura internacional diseñada a imagen y semejanza de sus intereses, que le permitía definir la agenda internacional en sus propios términos. La clave de esta hegemonía se sustentaba en la aceptación a su liderazgo por parte de la comunidad internacional.
La llegada del segundo de los Bush a la Casa Blanca hizo tambalear hasta sus cimientos esta hegemonía. Inmerso en nociones arcaicas con respecto a la naturaleza del poder, su gobierno abandonó los valores globales compartidos en función de un crudo unilateralismo. A través de este, Bush logró que los diversos instrumentos, mecanismos y basamentos conceptuales que daban sustento a la hegemonía estadounidense, se viesen desarticulados o fracturados.
Durante ocho años Obama se dedicó a reconstruir las bases de la preeminencia estadounidense por vía de la acción colectiva. Al propiciar el liderazgo de su país dentro de negociaciones globales o de amplio alcance, Washington volvió a posicionarse como punto de confluencia y, por ende, de alta influencia. El Acuerdo de París sobre Cambio Climático, la Asociación Transpacífica y el Acuerdo Nuclear con Irán (negociado junto a la Unión Europea y a sus socios permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU), constituyeron elementos centrales de este renovado posicionamiento internacional.
Cuando las cosas iban por buen camino, se produjo el triunfo de Trump. En este último han convergido unilateralismo y aislacionismo. Es decir, la tendencia a menospreciar a la acción colectiva que caracterizó a Bush con la introspección que distinguió a Estados Unidos antes de la Segunda Guerra Mundial. Bajo estas condiciones, Washington perdió toda capacidad de ser punto de confluencia e influencia.
Durante su presidencia, Trump ha retirado a Estados Unidos del Acuerdo de París, de la Asociación Transpacífica, del Acuerdo Nuclear con Irán y de la Comisión de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Más allá de su guerra comercial con China, ha hostigado y descalificado a sus principales aliados y socios comerciales.
Impuso sobre estos tarifas en materia de acero y aluminio; humilló a sus socios del TLCAN obligándolos a renegociar bajo presión un nuevo tratado; ha atacado reiteradamente a la Unión Europea, calificándola de enemiga económica y amenazando con imponerle tarifas a sus automóviles; ha propiciado abiertamente el Brexit; ha atacado sin cesar a la OMC; ha amenazado repetidamente con salirse de la OTAN y llamado delincuentes a varios de sus socios dentro de ella; ha descrito a Alemania como un país cautivo de Rusia; ha desarticulado al G7; ha dado la espalda tanto a la Organización Mundial de la Salud como a cualquier aproximación colectiva a los problemas derivados de la pandemia global. Y así sucesivamente.
El resultado de ello es que ha fracturado o debilitado seriamente los mecanismos y canales que articulaban la relación con sus aliados y socios comerciales, siendo abandonado masivamente por estos. Trump sumado a Bush es algo que desborda la capacidad de tolerancia de estos. No por tratarse de dos individualidades ajenas a los valores de la acción colectiva, sino por resultar expresión de una fractura política mayor al interior del sistema político estadounidense, haciéndolo proclive a los extremos. Como resultado de ello, Estados Unidos se ha convertido en un interlocutor poco fiable y, por extensión, en un país cuyo liderazgo se encuentra sometido a entredicho profundo.
En tanto líder del proceso de globalización, China cuenta por el contrario con una larga lista de socios económicos. El Banco de Desarrollo de China es una fuente de financiamiento de la mayor importancia para el mundo en desarrollo. A ello se suma el papel protagónico jugado por ese país en iniciativas e instituciones como los BRICS, la Organización de Cooperación de Shanghái, el Banco Asiático de Inversiones e Infraestructuras, el Fondo de la Ruta de la Seda, la Iniciativa de la Franja y la Ruta, la Asociación Económica Regional Integral y el Área de Libre Comercio del Asia-Pacífico.
De entre ellos, la Franja y la Ruta asume lugar de privilegio. Este desarrollaría infraestructuras a gran escala en varios corredores terrestres y marítimos que interconectarían a Asia del Este, Asia Central, el Sudeste de Asia, Asia de Oeste, el Medio Este, Europa del Este, Central y Occidental, el Océano Índico, el Mar Arábigo, el Golfo Pérsico, el Mar Rojo, el Mediterráneo y el Cuerno de África. La Franja y la Ruta beneficiaría a amplio grupo de países que engloba al 65 por ciento de la población del mundo. A todo lo anterior debe añadirse la alianza estratégica de China con Rusia, la cual va camino a convertirse en un potente bloque geopolítico.
En tanto la aptitud para generar convergencia a su alrededor de la que dispone Washington se ha contraído radicalmente, la de Pekín permanece siendo inmensa. A pesar de que sus excesos nacionalistas han erosionado significativamente su credibilidad internacional, China sigue ofreciendo una estrategia de beneficios económicos compartidos de amplio espectro. Esto último, de lo cual incluso los países con los que mantiene diferendos sacan provecho, es susceptible de neutralizar en importante medida los efectos negativos de su asertividad nacionalista. Washington, en cambio, sólo ofrece extremismo, descalificaciones, vaivenes e inconsistencia.
Mientras Estados Unidos enfrentó a la Unión Soviética con una potente red de aliados a su espalda, corre el ahora el alto riesgo de adentrarse en una nueva Guerra Fría con China virtualmente en solitario.