Destacadas figuras públicas alemanas, incluyendo a los ex primeros ministros Helmut Schmidt y Gerhard Schroder, han insistido en que las acciones occidentales para atraer a Ucrania a su bando implicaban una penetración en la esfera de interés legítima de Moscú y por tanto un acto de acorralamiento a este último. Una reacción era inevitable, aunque la fuerza de ésta indudablemente sorprendió a todos. Washington comparte con sus socios europeos la responsabilidad de haber puesto en movimiento una dinámica que ha conducido a una nueva guerra fría con Rusia. No obstante, a diferencia de aquellos, esto lo afecta en una escala global. Las posibilidades de concentrar esfuerzos en el Asia-Pacífico y de colocar allí al 60% de sus fuerzas militares para 2020, tal como había ofrecido, se hacen ahora cuesta arriba. Ello no fue obstáculo, sin embargo, para que Obama otorgase garantías directas e inequívocas de apoyo militar a sus aliados del Este de Asia en su reciente viaje a esta región. De más está decir que la tensión en esa parte del mundo aumenta a pasos agigantados, sentando las bases para que también allí Estados Unidos pueda verse confrontado a otra guerra fría, en este caso con China.
Mantener un estado de alta tensión con Rusia o con China individualmente no resultaría un problema mayúsculo para Washington, pero hacerlo con los dos a la vez atentaría contra la razón. De hecho, antes de los eventos de Ucrania, analistas estadounidenses venían recomendando a su gobierno una aproximación a Moscú, como vía para enfrentar con mayor fortaleza el reto representado por China. Robert Kaplan, destacado especialista en geopolítica y ex Subsecretario de Defensa estadounidense, llegó a sugerir en un libro reciente una alianza Washington-Moscú que llevase a China a volcar su atención sobre su frontera con Rusia, obligándola a relajarla en relación a sus mares del Este y del Sudeste. Lo que Estados Unidos pareciera estar logrando, en cambio, es exactamente lo contrario. Es decir, propiciando el surgimiento de una alianza Moscú-Pekín que le representaría un efecto tenaza sobre los escenarios de Europa y de Asia del Este. Ello colocaría a Washington frente a una doble amenaza. De un lado frente a los 8.500 misiles nucleares de los que dispone Moscú. Del otro frente al 1,2 millón de millones de dólares en bonos de la deuda pública estadounidense en manos de China. Aunque en ambos casos se trate de armas de destrucción recíproca asegurada, son gigantescas espadas de Damocles que penden sobre la suerte de Estados Unidos.
Estados Unidos confronta una deuda pública que supera los 17 billones (millón de millones) de dólares, lo que condujo a su Secretario de Defensa a anunciar en febrero pasado la intención de reducir en un billón de dólares los gastos de defensa en los próximos años, así como a llevar el número de sus efectivos militares a su menor nivel desde 1940. Dicho país no parece capacitado para asumir el reto dual planteado. Ello sin tomar en cuenta que una eventual guerra fría con China podría conducir a un desacoplamiento de la economía global, con este último país articulando su propio espacio de influencia a espaldas de Washington. China no sólo es el mayor exportador mundial de mercancías sino que desplazó a Estados Unidos dentro de la red global de comercio, siendo a la vez una fuente de inversiones extranjeras directas y de financiamiento de inmensa fortaleza. Ello podría conducir a una globalización paralela susceptible de debilitar fuertemente el papel detentado por Estados Unidos.