La visita del presidente Obama a China en noviembre pasado, sus elogios a la cultura oriental y el anuncio solemne de una nueva era en las relaciones bilaterales basada en la inclusión en su agenda de los principales temas globales parecían sugerir un notable esfuerzo de pasar página, apostando por una colaboración estratégica activa basada en una confianza mutua de largo alcance. Pero la ausencia de gestos por parte de China en asuntos clave para Washington como el déficit comercial o la apreciación del yuan, junto a las medidas proteccionistas adoptadas por la Casa Blanca, han enrarecido el clima bilateral, emergiendo la inercia de las viejas diferencias. Por otra parte, las últimas desavenencias en relación al plante de Google en China y la subsiguiente intervención del gobierno estadounidense en el litigio, alejándose, según Pekín, de la “moderación” mostrada durante la crisis de Xinjiang en julio pasado, han añadido nuevos factores a la discordia. No menos importancia tiene las resistencias chinas a presionar a Irán o el anuncio de una nueva venta de armas por parte de Washington a Taiwán que de llegar a consumarse puede tener consecuencias más allá del diálogo en materia de defensa. El encuentro de Obama con el Dalai Lama ha llevado a Pekín a fruncir de nuevo el cejo y el ambicioso camino marcado por el presidente estadounidense parece haberse desandado del todo en un tiempo récord.
Existe unanimidad a la hora de señalar que las relaciones entre EEUU y China serán las más determinantes de este siglo. No así respecto a las posibilidades de que esa relación pueda desarrollarse, no ya sin diferencias, sino sin conflicto, incluso militar, hipótesis que aun se contempla en los juegos de guerra de los respectivos ejércitos.
Pese a las diatribas sobre el cuestionado futuro del dólar y las medidas impulsadas por Pekín para internacionalizar el yuan, asuntos de largo recorrido, a China, en lo inmediato, le interesa reforzar una relación comercial con EEUU que ha crecido en los últimos 30 años hasta 130 veces y que es expresión de una interdependencia que les obliga a entenderse. Por eso, a pesar de las distancias ideológicas y políticas, que subsisten sin signos claros de desactivación, su relación no puede compararse a la existente entre las dos superpotencias del mundo bipolar. El esquema de la guerra fría no es repetible, lo cual no equivale a decir que todo vaya a ir como la seda. En los tres primeros trimestres de 2009, EEUU inició 14 investigaciones comerciales contra China. Pero no es eso lo que más preocupa.
La idea de un condominio universal y benévolo tiene como hipoteca esencial no las diferencias económicas o culturales y el desconocimiento mutuo, que ciertamente es grande pero superable, sino las enormes discrepancias sistémicas que, por otra parte, tienden a exacerbarse. China lo ha repetido en innumerables ocasiones a lo largo de 2009: todo irá bien si EEUU toma en consideración sus intereses “centrales”. ¿Cuáles son? Integridad territorial, régimen político y estabilidad social. Los asuntos económicos son negociables, pero no así las claves identitarias del régimen. Taiwán, Tibet, Xinjiang, derechos humanos, disidencia, pluralismo partidario, etc., son asuntos que forman parte de ese vocabulario a evitar y en los que China no dará muestra alguna de flexibilidad. El diálogo sobre todos estos temas es posible, pero contenidos y ritmos no se marcarán desde el exterior. La defensa a ultranza de la soberanía y el rechazo a cualquier posibilidad de integrarse en las redes de dependencia de EEUU es la clave sustancial que explica los desvelos de Pekín. Pero EEUU no aceptará de buenas a primeras la existencia de un nuevo proyecto autónomo, aun no siendo necesariamente antitético en todos sus extremos, que desafíe su primacía, y le será dificil coexistir con él.
Frente a quienes pensaban que el éxito económico traería consigo per se la progresiva homologación política, la realidad dibuja un escenario más complejo. A mayores, la crisis ha tenido un efecto cualitativo en China de especial importancia: Occidente ha dejado de ser el modelo, no ya en lo político, que pocas veces lo fue, sino también en lo económico. Acabe siendo del todo cierto o no, China está convencida del declinio estadounidense y de Occidente, redoblando su firmeza a la hora de impulsar un camino propio.
Así pues, hagámonos a la idea: más que ante un incipiente G2, nos hallamos ante un 2G, dos grandes países que mantendrán en los próximos años no solo un tira y afloja constante, sino además un delicado pulso estratégico, sin merma de compartir algunos espacios de intersección de importancia, sostenidos por la intensidad de unas relaciones económicas y comerciales labradas a lo largo de los últimos años y que constituyen, pese a todo, una variable a potenciar por su inmenso caudal moderador de las tensiones. La existencia de 2G abre paso a otras potencias (India, Rusia, Japón, quizás Brasil, quizás la UE) que en el nuevo contexto podrían apostar también por reforzar su autonomía y contribuir a afirmar esa nueva multipolaridad global expresada en el G20.