China hizo llegar a Pyongyang sus efusivas condolencias por la muerte del “camarada” Kim Jong-Il, recuperando aquel lenguaje ultramontano y congelado en el tiempo que nos remite a los “servicios inmortales a la revolución y la construcción socialista”, apelando a una “amistad tradicional” que evoca las rigidices doctrinales de un pasado que creíamos superado. En un santiamén se disipó toda la elaborada cantinela sobre las bondades y urgencias del “poder blando” chino.
Beijing nunca ha disimulado los lazos privilegiados que sostiene con su viejo aliado. Vienen de largo, y resultan de la preocupación estratégica por evitar, ante todo, una desestabilización del régimen vecino que en modo alguno puede descartarse debido a la fragilidad estructural de la dinastía Kim. La propia continuidad del sucesor, a pesar de contar con el aval chino, va a depender de su capacidad para congeniar con el ejército y los servicios de seguridad.
Para China, seguir ejerciendo la tutela neutralizadora sobre Pyongyang y sus ambiciones militares es fundamental para resistir las presiones de EEUU, Japón y Corea del Sur, que le conminan a cruzar el rubicón y ejercer la influencia que se le supone sobre Corea del Norte para que renuncie a sus planes nucleares. Esto se ha demostrado nada fácil. Más bien Beijing ha tenido que ejercer de improvisado apagafuegos ante hechos graves como el hundimiento de la corbeta Cheonan o el bombardeo de la isla Yonpyong, que obligaron a reaccionar a las autoridades de Seúl con artillería y exhibición de aviones de combate.
Pese a su ruina en lo económico y lo moribundo de su ideología, China no baraja otra opción que no sea sostener tal anacronismo. Lo hizo por primera vez en 1950 cuando envió trescientos mil “voluntarios” para contener el avance de las tropas estadounidenses. Entre ellos figuraba el primogénito de Mao, que falleció en la contienda. Su tumba es cita obligada para los turistas chinos que en los últimos años visitan el país muertos de curiosidad por refrescar o recrear la memoria de su Revolución cultural. Así viviríamos nosotros, dicen, de no ser por Deng Xiaoping.
Pese a su comportamiento díscolo e incontrolado, Beijing siempre se ha mostrado condescendiente con Pyongyang. En ello han influido los intereses estratégicos pero igualmente los económicos, con una cooperación en aumento y que sirve de contrapeso y vacuna contra la imprevisibilidad del régimen.
Para China, el principal problema no son las hambrunas ni siquiera el arma nuclear sino la estabilidad de su vecino. Cabe esperar que acuda en ayuda de Corea del Norte para evitar su colapso reconduciendo las tensiones exteriores al diálogo hexagonal creado en 2003 -paralizado desde abril de 2009- en el que participan las dos Coreas, Moscú, Washington, Tokio y Beijing.
Los cambios en Pyongyang y el nuevo liderazgo que se estrenará en China a partir de octubre de 2012 abren la posibilidad de un replanteamiento general de las estrategias regionales. Es evidente que la connivencia de Beijing con un régimen tan anacrónico solo contribuye a acercar a Washington a socios regionales tan relevantes como Japón o Corea del Sur, imposibilitando el diseño de esquemas de seguridad autóctonos y estables en la zona. A China, por ello, le interesa un mayor pragmatismo en los nuevos líderes ya que aumentaría sus capacidades para ganar respetabilidad e influencia y le permitiría dinamizar los mecanismos multilaterales de su preferencia, a día de hoy seriamente cuestionados.