Los presidentes Donald Trump y Xi Jinping llegan a esta cumbre en condiciones desiguales pero para ambos es de capital importancia el tono resultante de ella. Trump hizo de China un blanco predilecto de sus críticas en diversos campos, desde la economía a la seguridad, y no puede limitarse a cosechar palabras huecas; no obstante, la relevancia de la relación bilateral le obligará a practicar un pragmatismo exigente. Por otra parte, su inexperiencia, la nebulosa que rodea su política para la región, la falta de equipo consolidado o la desconfianza que genera en sus aliados regionales desatan temores entre los más experimentados. Xi, por el contrario, reaccionó a la alarma inicial provocada por la conversación telefónica con la líder de Taiwán, Tsai Ing-wen, con una calculada doble avanzadilla, pública y privada, para tomarle la medida al nuevo inquilino de la Casa Blanca. A primera vista parece llevar ventaja en la relación. Para Xi la propia celebración de la cumbre expresa un reconocimiento claro de la necesidad de encauzar y racionalizar las discrepancias. Una crisis grave con un socio de este calibre le distraería de los preparativos del XIX Congreso y ofrecería un argumento añadido a los críticos que le acusan de cosechar sonoros fracasos en su política exterior.
Un básico entendimiento sino-estadounidense disiparía una de las grandes inquietudes globales. En el supuesto de una guerra comercial, las afectaciones serían múltiples como también en el caso de que la Casa Blanca optara por conducirse de forma unilateral en crisis como la de Corea. China tiene mucho que decir ya en ambos casos y Xi aspira a atraer a Trump a su lógica. Este, por el contrario, no querrá renunciar a una atmosfera en la que se siente cómodo y le permite una presión estética al alza para lograr mayores concesiones a los intereses de EEUU. Es su estilo, bien sabemos, pero tiene riesgos añadidos si debiera desdecirse a cada paso. El balance final debe ser contante y sonante.
El proteccionismo y el ultranacionalismo de Trump tienen como premisa no debilitar su guardia ni dejar vacíos que China pueda llenar. Beijing sigue confiando en que el propio sistema político estadounidense, tantas veces criticado, le sirva ahora de aliado para restringir y rebajar sus desmanes, por el momento solo dialécticos.
No podemos esperar en todo caso mucho más que un enfriamiento de las invectivas, lo cual no es poco habida cuenta de las bravatas exhibidas por Trump. La aceptación mutua de un marco para el diálogo no diluye las diferencias pero las encauza. En cualquier caso, atrás parece quedar definitivamente la balsa de aceite en que transcurrían las relaciones en los años noventa y siguientes y se adentran en un espacio de mayor inquietud. Hoy día, cuando especulamos con estrategias de gran alcance para evitar la progresión global de la influencia china, el binomio cooperación-contención parece un mal menor. Para los dirigentes chinos es un escenario más que asumible, aunque deba realizar sacrificios adicionales en aras de evitar males mayores.
El diálogo temprano entre ambas partes y la fijación de los principios y normas orientadoras de la presente etapa es el mejor antídoto contra la desestabilización. China está acostumbrada a lidiar con estos altibajos asociados a los cambios de administración. Pero hoy más que nunca necesitan cooperar para abordar los grandes desafíos globales. The world, first.