Es común el reproche a China de que persigue el desplazamiento de los Estados Unidos para sustituirle a la cabeza de la hegemonía global. Beijing lo rechaza, remitiéndose al principal propósito de su proceso, es decir, lograr la modernización y el pleno desarrollo del país. Lo cierto es que si este se consuma con éxito, teniendo en cuenta sus dimensiones en todos los sentidos, lo natural y lógico es que al menos vea confirmada su primacía económica. Entre 2001 y 2020, China logró reducir a cerca de cinco puntos la diferencia con EEUU en la significación global de su economía. Si ese tránsito sigue un curso normal, lo cual será cualquier cosa menos fácil, en una década, China podría pasar por delante a EEUU, aunque no falta ahora quien retrasa tal circunstancia a 2060 o simplemente lo descarte ante la magnitud de sus desafíos estructurales.
Muchos cifran la piedra de toque que podría hacer descarrilar el imparable ascenso de China a la cima en su capacidad para liderar la revolución tecnológica en curso, en especial en materia de semiconductores o, en lo estratégico, en el asunto de Taiwán. Es en ambos temas en los que se está centrando el empeño de Washington. Al respecto, Xi recordaba al presidente Joe Biden en su reciente cumbre bilateral en Bali que los intentos de la URSS por impedir que accediera a la tecnología nuclear en los años sesenta, fracasaron de forma estrepitosa. Y en lo de Taiwán, ya se verá…
El rechazo al hegemonismo forma parte de la retórica política del Partido Comunista de China (PCCh) prácticamente desde sus inicios, cuando ya antes de la proclamación de la República Popular China, se expresaban las reticencias sobre el papel del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) en el liderazgo del movimiento comunista internacional e internamente se disentía o desconfiaba de la idoneidad de los planteamientos tácticos promovidos en China. Fue, en buena medida, en la profundización de esa discrepancia que se gestó el liderazgo de Mao y la propia conformación del maoísmo como una propuesta fundamentada en las condiciones nacionales y menos subordinada a las estrategias sugeridas desde Moscú. Tras el breve paréntesis de los años cincuenta, la historia de la ruptura sino-soviética es bien conocida.
¿Quiere? ¿Puede?
Los factores a tener en cuenta para dilucidar las hipotéticas ambiciones hegemónicas chinas son varios. En primer lugar, Beijing tiene por delante tres décadas de gestión interna realmente alambicada. La conjunción de retos económicos, sociales, políticos e ideológicos establecen una agenda pletórica en desafíos que destaca los elementos sustanciales a los que debe aplicarse para conseguir ese objetivo de completar la modernización del país sin desdecirse de sus fundamentos más esenciales, es decir, esa matriz emancipatoria que está en sus orígenes. Probablemente, más allá de la pugna por el cambio en el modelo de desarrollo o por alcanzar mayores cotas de justicia social, la estabilidad con base en una nueva legitimidad basada en la eficiencia sistémica y en un corpus ideológico tan eclético en sus integrantes como unificado en su rechazo al orden liberal, es la preocupación máxima. Con ese horizonte de 2049, la búsqueda de la estabilidad, dentro y fuera, aconsejaría cautelas y prudencias a la hora de echar las campanas al vuelo. Le queda por recorrer un trecho difícil en el que casi todo puede pasar.
En la reconocida especificidad cultural radica una de las singularidades chinas más sobresalientes. Sensu contrario, la universalización de su cultura en un hipotético ejercicio emulador del colonialismo estadounidense, es una tarea harto compleja. No solo por el desconocimiento actual existente en el resto del mundo sino, sobre todo, porque los valores que la informan marcan imponderables distancias. Hay diferencias de principio en las concepciones a propósito del individuo y de su relación con la sociedad, por ejemplo, que forman parte del imaginario de cada civilización. Es precisamente en torno a esos valores que el PCCh sustenta la aspiración a conformar un modelo político también distinto y que responda a esa premisa diferencial. Los institutos Confucio fueron, en parte, concebidos para salvar esa brecha y acercar la identidad cultural china a otros países, incluidos los occidentales desarrollados, en los que la comprensión intelectual de China representa un gran boquete en el sistema educativo.
La falta de mesianismo es otro importante factor a considerar. Esta China no pretende convencer a nadie de que lo suyo es lo mejor para todos aunque reivindica el derecho a mejorar lo que tienen no al dictado de las sanciones o, peor aún, de la presión militar exterior, como en el siglo XIX. Será difícil que esa posible vulnerabilidad se acreciente en tanto su poder económico se afiance y le blinde cada vez más. El PCCh de hoy nos dice que cada cual debe encontrar su propio camino. En esa propuesta, algunas señales nos pueden servir de orientación. Cuando apuesta por la creación de una comunidad de destino compartido sugiere la definición de una agenda conjunta a través de la búsqueda de coordinación y de sinergias de las respectivas estrategias de desarrollo. Por otra parte, algunas de sus experiencias (la lucha contra la erradicación de la pobreza, por ejemplo) son bienes públicos globales que pueden ser adaptados a cada contexto. De igual forma, persiste en esa disposición al diálogo, al intercambio de experiencias, incluso en materia de gobernanza, que sería indicativo de una cierta capacidad de evolución que a nosotros se nos resiste cada vez más, dando por sentado que hemos llegado al summum de nuestra civilización y que nadie nos puede enseñar ya nada de provecho.
Esta China anhela transformar ese creciente papel económico que desempeña en todo el mundo en incremento de influencia política. Y se trasladará también a los principales organismos internacionales al tiempo que sirve de acicate para promover los suyos propios. China está en ese momento. No solo será un gigante económico, sino que aspira al reconocimiento de su condición de “país grande”, pasando página de aquella modestia que preconizaba Deng Xiaoping cuando el empaque de su economía (32ª potencia económica del mundo en 1978) no permitía otras licencias. Por último, cabría descartar la emulación de una dinámica similar a la estadounidense en el plano militar. Con una base en Yibuti, todo lo demás (supuestas intenciones de establecer operativos similares en Afganistán, Camboya o Islas Salomón), hoy por hoy, son especulaciones, que Beijing desmiente una y otra vez.
Sinocentrismo interdependiente
Lo que China viene a sugerir es un tránsito pacífico desde la primacía estadounidense actual con una hegemonía contestada hacia la primacía china activadora de un nuevo tipo de relaciones internacionales basado en la multipolaridad.
Como ocurrió en 1991 con la disolución de la URSS, que dio carpetazo al mundo bipolar y supuso el inicio de una hegemonía indiscutida de EEUU, no se espera una conferencia internacional (a imitación de las celebradas en Viena, París o Yalta en épocas anteriores) que certifique los fundamentos del nuevo tiempo. Por el contrario, esta multipolaridad se estaría construyendo de facto cada día, paso a paso, y su clave de bóveda, cuando se produzca, será ese relevo en la primacía económica global, que acercaría a China a la posición ejercida a inicios del siglo XIX (en 1820, su PIB representaba el 32 por ciento del global, similar al de EEUU en 2001).
A salvo de una crisis grave (una guerra en el Estrecho de Taiwán, por ejemplo), que podría precipitar acontecimientos, lo previsible es que ese proceso dure varios lustros en función de cómo se dirima la transformación interna china pero también de cómo evolucionen los diferendos con los países desarrollados de Occidente, especialmente con los Estados Unidos. Descartada la hipótesis de un desplome unilateral similar al protagonizado por la URSS en 1991, los ajustes perdurarán en una dura competencia con China que solo puede intensificarse en los años venideros, pudiendo llegar a ser verdaderamente feroz.
A diferencia de los pasados siglos de primacía global china, la interdependencia deberá marcar el sinocentrismo contemporáneo. La ruptura con el tradicional ostracismo ha sido una de las principales aportaciones de la política de reforma y apertura de Deng Xiaoping. Muchos señalan aquel aislamiento, más que a la cultura confuciana, como el origen principal de su histórica decadencia. China, aunque ahora ponga más énfasis en el autosostenimiento como respuesta a las invectivas externas que apelan a su desacoplamiento de las economías desarrolladas, no renunciará a una creciente presencia en el mundo.
Dicha orientación ha quedado patente en las recientes cumbres del G20 o la APEC, en Bali y Bangkok, respectivamente. Yendo más allá de la liberalización clásica, la “xiplomacia” enfatiza todos estos elementos situando en primer plano el compromiso con el desarrollo económico propio y mundial conjuntando comercio e inversiones preferentemente orientadas a mejorar la conectividad. Como hemos podido apreciar en las citadas cumbres, China es para muchos países un socio clave que ofrece ventajas concretas, lo cual le asegura un incremento progresivo de su influencia, reforzada con el añadido de la implicación en el desarrollo de infraestructuras que mejoran las expectativas de las economías de la región. El marco ASEAN se consolida como el paradigma experimental de esta visión china y como un cualificado trampolín de su nuevo estatus global.
Es evidente que el modelo actual, basado en el escenario resultante de la IIª Guerra Mundial, reclama una actualización. En ese proceso, la China de hoy –muy diferente a la de 1945- deberá asumir mayores responsabilidades internacionales. Y el hecho de que promueva una visión alternativa del orden internacional obliga a Occidente a dialogar con afán constructivo.
(Para CTXT)