España es el aliado más seguro y confiable de China en Europa, dijo el primer ministro Wen Jiabao recientemente. Sin duda, esa declaración, realizada tanto en público como en privado, dentro y fuera de España, tiene un gran alcance y valor político. La alabanza es consecuencia de una actitud de la diplomacia española que, distanciándose de algunos socios europeos, se caracteriza por eludir de forma sistemática las cuestiones espinosas en sus relaciones con el gigante oriental, ya hablemos de derechos humanos, Tibet o Taiwán. Sin entrar ahora en la conveniencia o no de dicha actitud, lo paradójico de este hecho, más natural que puntual, es que dudosamente obedece a una reflexión estratégica orientada a propiciar un ambiente de confianza que permita operar un salto significativo en las relaciones bilaterales, especialmente en el plano comercial, muy por debajo aún de sus potencialidades más modestas. Así las cosas, difícilmente podemos quitar provecho de una relación políticamente tan celebrada por las autoridades chinas y españolas y que podría deparar importantes facilidades si contáramos con propuestas adecuadas a nuestra disposición.
Para convencerse de esta incoherencia basta echar un vistazo al Plan Asia-Pacífico 2008-2012. Se trata de la tercera edición. Un documento tan ambicioso que, como los anteriores, trata de abarcar de una sola atacada la inmensidad de varias decenas de países, más del 40% de la población mundial y más de la mitad de su PIB, con una heterogeneidad tal que difícilmente puede irse más allá de una prudente síntesis orientadora. Sorprende que con un nivel así de entusiasmo chino-español no aspiremos a contar con un Plan China (no sectorial, sino global), fijando mecanismos y plazos para corregir las carencias estructurales de nuestra presencia en dicho país, empezando por las diplomáticas, tanto físicas como de personal, tan archiconocidas y notorias como llamativas. Se precisa de una gran apuesta que en verdad permita rentabilizar aquel “prestigio”.
Oriente queda lejos. Nuestra clase empresarial no acaba de aterrizar en China, a pesar de algunos esfuerzos loables y merecedores del mayor reconocimiento. Podemos y debemos ser más ambiciosos, a sabiendas de que la buena sintonía política es un elemento clave que puede ayudar y mucho a potenciar las relaciones económicas y comerciales. El gobierno tiene aquí un papel de liderazgo sustancial, incomparable al de cualquier otra latitud. Las delegaciones empresariales chinas que han visitado España en las últimas semanas, junto a otros tres países europeos (Alemania, Suiza y Reino Unido) con el propósito de comprar e invertir pueden abrir interesantes oportunidades en las que se debe perseverar con iniciativa y atrevimiento. Más aún en la actual coyuntura de crisis y con un balance deficitario en nuestra cuenta. En Alemania, China ha gastado 8.000 de los 11.000 millones de euros de su presupuesto. Curiosamente, en la misma Alemania que tanto provocó a China a finales de 2007 cuando Ángela Merkel recibía al líder espiritual tibetano, el Dalai Lama, afectando seriamente las relaciones bilaterales. España ha logrado concretar una cifra de negocio más bien modesta (320 millones de dólares).
En el orden académico, a pesar de que algo hemos mejorado, seguimos en pañales. No hay formulaciones serias ni de largo plazo que apuesten de verdad por hacer escuela y contar con buenos especialistas en el conocimiento de una realidad que va a ser determinante en el presente siglo y a la que nos acercamos con escaso bagaje. En este aspecto, al paso que vamos, se precisarán generaciones incluso para asentar una mínima tradición, inexistente entre nosotros. Las bases deben sentarse actualmente y en nuestros primeros gateos se observa mucha dispersión y propensión al lucimiento, eventos y festejos, cuando la principal apuesta debiera ser la de incentivar un buen trabajo de fontanería intelectual, precisamente la más descuidada y carente de apoyos.
Por el contrario, disfrutamos divagando acerca del hipotético papel de puente que España puede jugar en relación a América Latina, una triangulación que, a salvo de hipótesis contadas con los dedos de una mano, tiene un futuro harto complejo. Entre otras razones, porque China no necesita a España para llegar a dicha región y porque, conceptualmente, sitúa a España en relación a América Latina en el orden de la historia y de la cultura, pero no en términos de poder e influencia, al menos efectiva y determinante. A pesar de cuanto ha cambiado la región en la última década, China mantiene el diálogo estratégico sobre América Latina con Washington y no con Madrid. Y nada indica que vaya a ser de otro modo. El peso político y económico de China crece enteros en todo el mundo. La relación privilegiada que España mantiene con el gigante asiático, continuadora de la allí venerada figura de Juan A. Samaranch, requiere de menos tibieza y de un esfuerzo mucho mayor para ser realmente aprovechada. No hacerlo y contentarse con lo logrado o, peor aún, seguir parasitando en las buenas palabras supone un flaco favor, incomprensible y desconcertante también para las propias autoridades chinas, un tanto perplejas ante nuestra incapacidad para avanzar con mayor ímpetu.