Los intereses pesqueros, energéticos y por el control de rutas de navegación subyacen visiblemente en los enfrentamientos que sobre todo a lo largo del último año han enervado los ánimos entre China y Japón. Pero igualmente, estas tensiones reflejan ambiciones de mayor calado y que no solo involucran a los países directamente afectados. Los acuerdos suscritos hace pocos años por ambos para usar las monedas locales en vez del dólar (2011) o para explotar conjuntamente los recursos en las zonas en litigio (2008) contrastan con la realidad actual.
Tradicionalmente, las relaciones entre China y Japón no son fáciles. Sin remontarnos más atrás, en el último siglo, la sucesión de guerras e invasiones que han supuesto para China pérdidas territoriales, económicas y humanas de notable consideración unida al hecho de un reconocimiento de la responsabilidad por parte de Japón que China juzga insuficientemente interiorizada en la práctica, mantiene la controversia al día. En un caso puede ser la negación de la masacre de Nanjing o el no reconocimiento de las esclavas sexuales, el abandono de armas químicas en China, o la revisión de los manuales de historia para glorificar el pasado militar… todo ello nos remonta a heridas mal cerradas de episodios que abarcan finales del siglo XIX y buena parte del XX y que siguen horadando la relación bilateral.
Ambas partes han sabido convivir con esta polémica y sus intensidades varias sin que ello afectara al desarrollo de las relaciones comerciales, ciertamente boyantes, aunque momentáneamente pudieran verse perjudicadas. Así lo acordaron al establecer relaciones diplomáticas en 1972, decidiendo dejar a un lado las disputas. No obstante, China ya cedió su primera plaza de socio económico a favor de EEUU, mientras que como consecuencia de las tiranteces el turismo nipón a China se ha visto reducido en más de una cuarta parte, aunque pudieran haber influido en ello otros factores (la elevada contaminación de algunas ciudades continentales, por ejemplo, entre ellas la capital Beijing). En cualquier caso, si persevera este clima de confrontación, será difícil que no afecte de una u otra forma a las negociaciones en curso para la firma de un TLC en Asia oriental, más fáciles con Seúl.
El militarismo de la derecha japonesa
En el contencioso por las islas Diaoyu/Senkaku, la derecha japonesa encarnada en el PLD (Partido Liberal Democrático) encontró el filón para recuperar el poder frente al histórico pero errático mandato del Partido Democrático (2009-2012). Este había intentado y logrado un acercamiento con China, superior al materializado por el propio Abe en su primer y breve mandato (entre 2006-2007, duró menos de un año) cuando protagonizó un primer deshielo en las relaciones bilaterales, tras las tensiones registradas durante el gobierno de Junichiro Koizumi (2001-2006). Negando la existencia formal de una disputa con China en torno a estos territorios, Tokio reafirma su soberanía sobre las islas, basada en su ocupación de facto siendo una res nullius y la posterior cesión de su control efectivo por parte de EEUU tras la II Guerra Mundial. China, por su parte, afirma poseer pruebas contundentes de su pertenencia y exige la devolución en paralelo a otros territorios ocupados a raíz del Tratado de Shimonoseki (1895) que puso fin a la primera guerra sino-japonesa. Por esa misma razón, la República de China también las reclama pues se consideran adscritas a la isla de Taiwan.
Pero nos hallamos ante algo más que una disputa territorial. En realidad, la pugna por este archipiélago pone de manifiesto la agudización de la competencia estratégica entre ambos países por el liderazgo regional – que se extiende incluso a otros continentes como África o América Latina- y el afán de la derecha nipona de tirar provecho de esta circunstancia para convertirse en un país “normal” y sacudirse los “grilletes” impuestos por EEUU en 1945. En esa nueva normalidad se incluye la modificación del artículo 9 de la Constitución que le permitiría eliminar las restricciones militares impuestas tras el final de la contienda y recuperar la capacidad de intervenir en conflictos armados, desmantelando el orden internacional de posguerra basado en Asia en la constricción de Tokio a la autodefensa. La alusión a la “amenaza china” forma parte de este escenario, pues tanto las “desmedidas ambiciones” en los litigios que sostiene con varios países vecinos como la modernización de su aparato militar evidenciarían un claro afán hegemónico en la región.
Shinzo Abe califica su nueva política como “pacifismo activo”, pero cuando se deja retratar subido en un avión con el número 731, rememorando no casualmente la Unidad 731 de guerra química y bacteriológica responsable de múltiples horrores en las zonas ocupadas por las fuerzas imperiales, despierta los peores presagios de renacimiento del militarismo nipón.
EEUU y Japón: ¿instigación, consentimiento o reprobación?
El complemento de esta situación es la nueva política de EEUU en la región. La cuestión central radica en dilucidar si EEUU, debilitado, es arrastrado por Japón a una confrontación con China o si, por el contrario, es EEUU, no tan decrépito como algunos sugieren, quien promueve una emancipación controlada de Tokio para sumar fuerzas, incluso con otras capitales de la región, para conjurar la amenaza que supone el renacimiento de la civilización china, como gusta decir a Xi Jinping, para sus intereses estratégicos regionales y globales.
A tal efecto, conviene tener presente que el “Pivot to Asia” anunciado en 2012 por la Casa Blanca y que propone, entre otros, el traslado de hasta el 60% de los recursos navales estadounidenses al Pacífico, representa un nuevo impulso de una estrategia puesta en marcha a comienzos de siglo para responder al desafío chino. Esta política se ha basado en dos informes de 2000 y 2007 suscritos por Richard Armitage y Joseph Nye, en los que se aconseja nítidamente la expansión del papel de Japón o la aproximación a India, aunque sin descartar por entero una asociación con China. En 2010, la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton desgranaba en Foreign Affairs el rosario de aliados estadounidenses en la región: Japón, Corea del Sur, Tailandia, Filipinas, Australia, India e Indonesia, todos ellos comprometidos con la preservación de la “libertad de navegación, la defensa de la democracia y los derechos humanos”.
La diplomacia estadounidense dice no creer en el aserto de que una potencia emergente y una establecida estén inevitablemente abocadas a la confrontación, pero la protección de los intereses económicos y la seguridad de EEUU y de sus socios y aliados parece conllevar a día de hoy el auspicio de una estrategia de presión a China que tiene en Japón su máximo ariete.
De socio primero a competidor después y rival ahora, la simbiosis de contención y diálogo parece ser la fórmula a consolidar para forzar a las autoridades chinas a un compromiso de no revisión del status quo. En efecto, los canales de comunicación entre China y EEUU se han multiplicado en los últimos años hasta superar el centenar, si bien no han servido aún para rebajar las tensiones en aquellos asuntos que afectan a los intereses centrales de ambas partes. Tras la cumbre Hu-Obama de 2009, Washington pudo constatar el escaso interés chino en formar parte de un G-2 bajo el liderazgo de la Casa Blanca. La Chimérica pronto devino en una quimera. El empeño de Beijing en hacer causa irrenunciable de su soberanía nacional, más que su poder económico strictu sensu, aunque indispensable para hacer efectiva aquella, es la razón que lleva a EEUU a dictaminar como “incierto” el rumbo futuro del país del socialchinismo. China potencia la comunicación como fórmula para mitigar las desconfianzas y también para quebrar en la medida de lo posible esas alianzas, especialmente la crucial en Asia, la que une a Japón y EEUU.
La constatación de esta resistencia china ha llevado a Washington a promover todo un proceso de reordenación y fortalecimiento de sus alianzas en la zona. Como antaño, cuando se alió con China para contener a la URSS, ahora propicia giros de ciento ocho grados en su orientación estratégica para encauzar un crecimiento chino que no debe afectar a la preservación de su hegemonía global. Así cabe entender los movimientos auspiciados en relación a India, Myanmar o Vietnam, que se completan con una reafirmación de los vínculos con aliados más comunes, incluyendo a Australia, Filipinas, Singapur, etc. En este marco, la promoción del TPP (Trans-Pacific Partnership) como una alianza económica de las democracias de la zona –excluyendo a China pero no a Vietnam-, se contrapondría a la RCEP (Regional Comprehensive Economic Partnership) que promueve China. La renovación y ampliación de las alianzas militares para preservar la “libertad de navegación” en la zona frente a las “desmedidas” reivindicaciones de China que mantiene disputas territoriales en sus mares aledaños, son la coartada perfecta para generar una nueva dinámica de bloques en la zona.
En este marco, Japón, por sus capacidades económicas y militares, desempeña un papel clave. Inmerso ya en un programa de mejora sustancial de sus capacidades de despliegue, sobre todo navales, que antes revestían un carácter relativamente modesto y directamente asociado con las tensiones en la península coreana, la magnitud del desafío chino le otorga un plus de aparente credibilidad. A mayores, EEUU parece apostar por convertirla en la Gran Bretaña del Lejano Oriente.
China, entre la ZIDA y Sun Zi
Las respuestas de China a esta nueva dinámica han consistido esencialmente en la declaración de una propia ZIDA (Zona de Identificación y Defensa Aérea) en el Mar de China oriental que abarca el perímetro de las Diaoyu, la reordenación de los efectivos y medios de su guardia costera, la multiplicación de las patrullas aéreas y marítimas…. Pero igualmente la mejora de aquellas capacidades que le permitan neutralizar las ventajas de EEUU en diversos órdenes, desde el mar al espacio. El giro de un ejército tradicionalmente volcado en sus operaciones terrestres es copernicano, acentuando sus dotaciones tecnológicas especialmente en materia de ciberguerra y sus dotaciones navales. A pesar del aumento del gasto militar (del orden del 175% según los más calculadores en el período 2003-2013), sus dotaciones respecto a EEUU siguen siendo limitadas y en 2020 podrían equivaler a las del Pentágono en 2000, según señalan varios analistas castrenses.
Pero la defensa nunca ha sido la punta de lanza de la estrategia global china, que ha venido primando la diplomacia y la economía por entender que precisa de un ambiente pacífico para ampliar su horizonte de desarrollo, aun con grandes taras internas. En este orden, las giras de los altos dirigentes por los países de la región con grandes ofertas de inversiones se han complementado con la intensificación de los contactos bilaterales con India, Vietnam y otros países con vistas a cortocicuitar las estrategias de sus rivales.
El atizado de las tensiones en el Mar de China oriental sirve, pues, a un doble objetivo. De una parte, es la estrategia de Tokio para “regresar” a primera línea del sistema internacional liberado de las limitaciones de otrora. De otra, facilita la conformación de una red de alianzas de seguridad bajo la égida de EEUU con vistas a contener a China. Beijing acusa a Washington de querer imponer a toda costa su liderazgo en Asia y de perpetuar una mentalidad de guerra fría, pero la desactivación de su estrategia en la zona solo puede derivar de una doble táctica: moderar sus ambiciones territoriales facilitando los acuerdos con los países vecinos y haciendo que su poder económico se convierta en ariete de un proceso de integración que propicie una nueva ola de desarrollo en la región. Paradójicamente, buena parte de ese impulso podría financiarse con las rentas derivadas de su cuantiosa inversión en bonos del Tesoro estadounidense.
Recorrer la senda de la confrontación e incluso ceder a la tentación de un golpe de mano que simbolice un hipotético nuevo estatus regional de Beijing tendría un efecto devastador para China. Como antaño, la estrategia de Sun Zi de ganar sin luchar es la más aconsejable. Pese a los avances registrados en las últimas décadas, sus problemas internos son lo suficientemente serios como para necesitar varias décadas más para mejorar de forma significativa sus condiciones estructurales. No olvidemos que la segunda potencia económica del mundo ocupa la posición 93 en IDH (Índice de Desarrollo Humano). Por otra parte, hilar fino en la crisis con Japón es la clave de bóveda de la capacidad de China y EEUU para crear esa nueva relación entre grandes potencias que Xi Jinping y Obama decidieron impulsar en su cumbre de junio de 2013.