Tras la alternancia en Washington, las relaciones entre China y EEUU, definidas por ambas partes como las más importantes del siglo XXI, no han empezado con mal pie. Después de un breve tiempo de observación inicial, en Beijing parecen haber perdido el miedo a la tradicional animadversión demócrata a la vista de las promesas formuladas por Hillary Clinton en su viaje de febrero pasado en el cual aseguró a sus interlocutores que Obama ampliará y profundizará el diálogo bilateral. Desde entonces, los encuentros y visitas al máximo nivel y la celebración del primer Diálogo Económico y Estratégico en julio junto a otros sectoriales, simbolizaron esa nueva era. La actual política de Washington en relación a China parece haber abandonado cualquier atisbo de abierta confrontación y se caracteriza ahora por un inusitado empeño de empujarla a la cooperación. El mayor reto global para ambas partes consiste en establecer un marco de confianza estratégica.
Al inventariar las dificultades, en la punta del iceberg figuran las controversias comerciales. Hablamos del yuan, del déficit comercial, de la apertura de sus mercados, de la protección de la propiedad intelectual, etc. En una reunión celebrada el pasado octubre en Hangzhou para resolver sus diferencias económicas, se establecieron las bases para un compromiso de arreglo de las tensiones, excluyendo la adopción de medidas proteccionistas. Pero solo habían transcurrido cuarenta y ocho horas cuando el Departamento de Comercio de EEUU anunciaba la imposición de aranceles compensatorios preliminares a las importaciones de plataformas de acero procedentes de China. El empuje proteccionista en Washington desbarata todos los intentos chinos de desactivar los tradicionales frentes de conflicto y abre otros nuevos. Ambas partes reconocen la interdependencia mutua, pero China, cada vez más segura de si misma, ya advierte que hará pagar su precio a quienes optan por sacrificar sus intereses por arañar un puñado de votos. Las apuestas por la reducción de la significación global del dólar y por la internacionalización del yuan llevarán su tiempo, pero son procesos de difícil vuelta atrás, al menos en tanto se mantengan las tendencias actuales que destacan la emergencia oriental frente al declive occidental y Beijing persista en sus ansias de no ceder un ápice de soberanía.
Los derechos humanos son menos problema. Con un discurso intencionadamente flojo, la secretaria de Estado dijo en Beijing que las diferencias no dificultarían los avances en otros terrenos. China sigue publicando documentos y planes al respecto, pero la realidad es obstinada y no se contenta con meros anuncios de que todo es o irá a mejor. EEUU centra su atención en la disidencia y en la libertad religiosa, lo que le permite incidir en temas especialmente sensibles como Xinjiang o Tibet. Obama se ha convertido en el primer presidente de EEUU que, por primera vez en 18 años, no recibe al Dalai Lama. Pero probablemente le recibirá a su regreso de Beijing en cualquier otra fecha. El ritual se mantendrá, pero asumiendo ambas partes los límites de su alcance.
Hoy por hoy, más allá de las relaciones económicas, el diálogo estratégico y en materia de defensa es el asunto central de las relaciones bilaterales. Para lograr establecer el marco de confianza que ambos dicen ansiar, Beijing exige que se tengan en cuenta sus intereses fundamentales. ¿Cuáles son? Dai Bingguo, responsable de la estrategia de política exterior china y hombre de confianza de Hu Jintao, lo dijo bien claro en EEUU: preservación del sistema político y la estabilidad social y mantenimiento de la integridad territorial. Toda aquella intervención de EEUU en temas que afecten a alguno de estos tres aspectos imposibilitará el avance de la confianza.
La alianza con Australia, Japón e India, las acciones desestabilizadoras en Asia central, la influencia en Taiwán, o la presencia de la VII Flota y de barcos espía en el Mar de China meridional son asuntos de gran importancia para Beijing junto a los factores de seguridad regional como Corea o la inestable periferia, desde Afganistán o Pakistán hasta Birmania, que extreman las preocupaciones de los dirigentes chinos. EEUU tiene mucho que decir en todo eso. En la gira de Hillary Clinton por Asia dejó entrever con claridad la voluntad de retorno al sudeste asiático, con el evidente propósito de afirmar sus intereses estratégicos en la zona frente a China.
El ritmo y contenido de las relaciones militares dará el tono de la evolución. Ha habido progresos en los últimos meses, pero queda mucho trecho por delante. El corazón del problema es Taiwán (y las ventas de armas estadounidenses a la isla el problema más espinoso), pero otro tanto podría decirse de la transparencia de los programas militares (especialmente los espaciales) o del nivel del gasto en defensa.
La nueva atmósfera va más allá de la crisis, que obliga a ambos países a cooperar de forma más estrecha, pero si la América de Obama quiere retomar el liderazgo mundial, ya hablemos de lo “moral” o de otras magnitudes más prosaicas, Beijing ya advierte que no está en disposición de admitir sin más que el mundo gire en torno a EEUU. China entiende que la crisis ha evidenciado la pérdida de vigor del modelo estadounidense y que su demostrada capacidad para sortearla de forma airosa acredita, a sensu contrario, su creciente superioridad. Ese modelo ha perdido fuerza, dice China, ya sin la confianza de otrora en el sistema monetario y económico de Occidente. No quiere seguir ese patrón. La mirada a Occidente, que ha predominado durante más de un siglo en la cultura china, está experimentando un cambio trascendental que ahondará en la profundización y actualización de su singularidad más tradicional. Puede que esa China no manifieste ambiciones hegemónicas ni ansias exportadoras de su sistema político, pero tampoco se someterá de buen grado a las presiones externas. Ya no solo es voluntad, es también capacidad: China empieza a ser demasiado poderosa como para que se le pueda imponer como debe comportarse. ¿Lo aceptará así EEUU?