Más que un sueño

In Análisis, Política exterior by PSTBS12378sxedeOPCH

El sueño chino está omnipresente en el gigante asiático. A medida que el logro de las históricas aspiraciones de modernización parece estar más cerca –recientemente, el Banco Mundial, atendiendo al criterio de paridad del poder de compra vaticinó que China superaría a EEUU este año pasando a ser la primera economía del mundo-, el sueño de la prosperidad, el desarrollo y el bienestar concitan los anhelos de sus habitantes. En tal sentido, el sueño chino no es un sueño exclusivo. En primer lugar porque, en efecto, los impactos globales de dicho proceso, teniendo en cuenta las dimensiones de China y la significación de su economía, serán considerables. Pero en segundo lugar, también porque dichos objetivos son compartidos, se diría, por todos los pueblos del mundo, y también, naturalmente, en América Latina.

 

Asimismo, es un hecho que el empuje de la presencia china en la región latinoamericana acerca el sueño chino a los afanes igualmente históricos de las sociedades de la región por sacudirse la maldición del subdesarrollo y la pobreza. Sabido es que entre 2005 y 2013, China otorgó a la región de América Latina y el Caribe un total de 102.200 millones de dólares en préstamos, sin incluir las inversiones en petróleo y minas. Diversas fuentes estiman que el próximo año, China reemplazará a la Unión Europea como segundo inversor regional.

 

¿Dónde radica la clave principal del sueño compartido a uno y otro lado del Pacífico? Sin duda en la capacidad reciproca para tener los pies bien plantados en la realidad y sustentar su cooperación en transformaciones que alejen la maldición del atraso, la desigualdad y las brechas estructurales que dificultan la sostenibilidad futura de las economías de la región.

 

La apuesta mutua por un desarrollo económico con equidad social y sostenibilidad, en los términos formulados, entre otros, por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), es una garantía de que ningún sueño va a prescindir de aquellas políticas que incidan en el fortalecimiento del desarrollo social humano. Recuérdese que en América Latina, a día de hoy la región más desigual del mundo, la tasa promedio de pobreza asciende al 27,9 por ciento y el desempleo ronda el 6,4 por ciento.

 

El sueño común del desarrollo y de un bienestar asociado a la equidad trasciende las visiones regionales y sugiere una agenda de transformaciones estructurales que provean de más y mejores derechos a las respectivas sociedades. Ni en China ni en América Latina se puede crecer prescindiendo de aquellas acciones públicas que puedan rebajar las brechas sociales que connotan negativamente sus respectivos modelos de desarrollo. Un crecimiento basado exclusivamente en índices que ignoran los factores sociales, educativos, sanitarios, tecnológicos o ambientales, siempre adolecerá de una baja calidad y, a la postre, no servirá para corregir los déficits respectivos.

 

Por ello, la cooperación entre América Latina y China debe evitar la generación de nuevas dependencias, apostando por un modelo que aleje la temida reprimarización y  aporte el mayor valor agregado posible a los intercambios. Para lograrlo, ambos actores deben construir una agenda en común capaz de trascender esa primera etapa en la que ha primado, en buena parte de los casos, el interés por las materias primas básicas. El nuevo salto, por el contrario, debe basarse tanto en principios éticos y normativos como en objetivos integrales que puedan convertir la cooperación en una palanca transformadora de las mutuas realidades. Experiencias pasadas con otros actores no han ejercido esa función de alcance, ahondando en las claves desintegradoras del modelo. Tener en cuenta esto exige prestar atención no solo a las inversiones en infraestructura o a la implementación de ambiciosos planes geoeconómicos que disponen de potencialidad suficiente para mudar la fisonomía regional sino sobre todo a los factores educativos y tecnológicos como ejes de maduración del soporte humano de dicho cambio. Ambas partes, pues, tienen ante sí el desafío de establecer y demostrar que es posible otra forma de cooperación alejada de la reproducción de los patrones de desigualdad que parten aguas infranqueables entre economías en desarrollo y desarrolladas.

 

En paralelo, exige una América Latina más unida e integrada. En los últimos lustros, merced a los cambios políticos experimentados en buena parte de los países de la región, se han producido avances importantes en este sentido y las capitales latinoamericanas debieran conjurarse contra aquellas amenazas que puedan debilitar dicho proceso, ya sea en razón de las diferencias internas en función de los proyectos políticos soberanos de cada país –ni mucho menos coincidentes- o de las tentativas externas de dificultar los procesos de emancipación que lleven a un empoderamiento y ejercicio autónomo de los intereses regionales, en otras épocas históricas no tan lejanas mediatizados por ambiciones ajenas. Los avances, con ser relevantes, pudieran no ser irreversibles o estancarse si llega a faltar el impulso político coordinado de las capitales de la región.

 

China, que a lo largo de la última década ha sabido construir modelos de relaciones ajustados a las peculiaridades bilaterales de cada país, dice apostar por esa integración regional capaz de trascender la idiosincrasia de cada actor y poner en valor los trazos comunes. No hay otra alternativa viable para ganar peso en la globalización y garantizar que sus intereses y puntos de vista puedan equilibrar las visiones de terceros que habitualmente gozan de mayor preponderancia. La visión compartida de la multipolaridad, sustentada en planes, acciones y compromisos, puede contribuir no solo a la consolidación económica de ambas partes sino igualmente a una consolidación política que fortalezca sus mutuas aspiraciones.

 

Ese elenco de posibilidades que ambos actores tienen en mente constituye una oportunidad histórica que bien aprovechada tanto en función de las políticas nacionales a adoptar como del modelo de cooperación regional e internacional a promover, sugiere más que un sueño, la visión integral de un desarrollo maduro capaz de elevar económica, social, cultural y políticamente las genuinas aspiraciones de ambas partes. Ello revertirá igualmente en la proyección y establecimiento de un orden internacional más justo y equilibrado.