Más allá de asuntos “menores”, la cumbre que celebran este fin de semana EEUU y China aborda una cuestión de fondo de importancia esencial para ambas partes y para el conjunto de la comunidad internacional. El espejo puede ser la ciberseguridad que en poco tiempo desplazó en trascendencia al control del poderío nuclear. Se abrirá aquí un diálogo inevitable sobre extremos relacionados con las reglas, los códigos y las alternativas a un “teléfono rojo” para evitar verse envueltos en artificios de terceros a veces incluso difíciles de identificar, la mayor traba quizás para encuadrar las actividades cibermilitares de ambas partes en marcos mutuamente aceptables.
En la agenda no faltarán los tópicos económicos (el yuan, los desequilibrios comerciales, e incluso el debate de un posible tratado de libre comercio entre las dos economías), y políticos (Internet, derechos humanos, Tíbet, libertad religiosa, etcétera.). Pero el asunto central será el rumbo, la dirección futura de las relaciones bilaterales en la presente década.
China, lejos de ser perfecta y con graves taras internas, encara un tiempo decisivo para completar su emergencia. Muchos dan por hecho que en solo tres años podría superar a EEUU y situarse como la primera economía del planeta. Otras estimaciones señalan que su PIB en 2040 representará el 40% del PIB mundial mientras EEUU lo verá reducido al 14%. Todo indica que la intención de los nuevos dirigentes es seguir apoyándose en la creciente capacidad económica (no en un salto cualitativo de su poder militar) para incrementar su influencia política en todo el orbe. He ahí la razón de esa exhibición de los últimos meses con el envío de mensajeros cualificados a Europa, África, Oriente Medio, América Latina y Asia-Pacífico, afirmando la ampliación sin complejos de su ámbito de intereses geoestratégicos.
El dilema a que se enfrentan EEUU y China es pactar un relevo civilizado. Cuando en 1972 firmaron el Comunicado de Shanghái que abría paso a su alianza frente a la URSS, asumían que ninguna de las dos partes buscaría la hegemonía en Asia-Pacífico. Hoy, la realidad es otra. La pugna se manifiesta en la conformación de una dinámica de bloques económicos (TPP liderado por EEUU frente a RCEP liderado por China), la activación de los litigios en toda la periferia asiática (desde Corea del Norte hasta el Mar de China oriental y meridional), la redefinición y reforzamiento de alianzas con India, Japón, Birmania o Vietnam, y los anuncios de Washington de que transferirá a la zona en pocos años incluso el 60% de sus buques y de sus armas más avanzadas a la región, incluida la fuerza aérea. Todo un esfuerzo difícil de costear a medio plazo con las proyecciones económicas actuales…
Cuando en 2009, Obama se reunió en China con Hu Jintao para trasladarle la propuesta de conformación de un G-2, el líder chino le hizo saber que China quería preservar el mayor grado de independencia, que no renunciaría a ella ahora que disponía de poder económico bastante para defenderla (incluidos los miles de millones de dólares en bonos del Tesoro estadounidense) y que no se alinearía jamás con nadie por más que desarrollara relaciones cooperativas con otros socios con el propósito de conformar un orden multipolar.
Las presiones sobre China aumentaron visiblemente a partir de entonces, si bien no cabe esperar que mude su estrategia en lo esencial. Puede facilitar concesiones y propiciar acercamientos en aquellas cuestiones consideradas no vitales, pero la soberanía es una clave central en la política china y no renunciará a ella de buenas a primeras. Hoy aboga por construir “un nuevo tipo de relación entre grandes potencias”, por el momento un eufemismo indefinido que debería concretarse con base en el gradualismo y en una experimentación con pleno respeto a los intereses centrales de cada parte.
China y EEUU supieron reedificar su alianza en los años ochenta alrededor de contenidos económicos que redundaron en una interdependencia tan acusada (500.000 millones de dólares de comercio bilateral en 2012) que sugiere una situación inédita y con suficiente fuerza para moderar su competencia estratégica. En la posguerra fría primó un enfoque cooperativo en su relación pese a los signos evidentes de ascenso de la confrontación. A China le interesaba entonces vencer las resistencias de Washington a su ingreso en la OMC. En los últimos años, aquel perfil achatado va dejando paso a una exhibición de capacidades económicas e influencias políticas que plasman, a sensu contrario, el declive de EEUU, que nunca se había enfrentado a una URSS con mayor poder económico que ella.
Ante esta nueva situación de la balanza de poder global, la definición de nuevas reglas de juego parece inevitable. Pero lo será todo menos fácil con tanta desconfianza estratégica acumulada entre ambos. Y de no lograrse, nos aguardan tiempos convulsos marcados por la profundización de la rivalidad y la competencia.