Corea del Norte es un aliado a cada paso más incómodo para China. Tiene lógico interés en preservar cierta estabilidad y evitar el caos porque ello le repercutiría de forma inmediata y directa. También en prevenir una debacle que entregaría a EEUU la capacidad de pilotar la hipotética unificación de una península inmediatamente contigua a su frontera lo que le permitiría situar sus tropas a escasos kilómetros de Beijing, alterando el equilibrio estratégico en la zona.
A lo largo de las crisis vividas en los últimos años en la península coreana, China siempre se ha conducido oficialmente alentando la calma y la negociación. No obstante, el diálogo hexagonal (entre las dos Coreas, Rusia, Japón, EEUU y la propia China) no ha dado los frutos esperados. Paralizado desde hace años, los intentos de reanudación tampoco han funcionado. Por más que las sanciones evidencien sus limitaciones, es más que dudoso que resurja como ave fénix cuando las aguas vuelvan a su cauce.
Tras la última prueba nuclear, las autoridades chinas apoyaron la resolución del Consejo de Seguridad ampliando las sanciones a Pyongyang. El abandono de la tradicional posición, entre arbitral y contemporizadora, para acercarse a las tesis occidentales tuvo un segundo tiempo cuando desde Beijing se complementó el pronunciamiento en la ONU con una declaración alertando de que las sanciones no resolverían el problema. La ambigüedad podría materializarse con el desentendimiento respecto a la implementación efectiva de dicha resolución.
A China se le presupone una importante influencia sobre las autoridades de Corea del Norte. A los vínculos históricos, políticos e ideológicos se suma la importancia de los suministros energéticos y alimenticios que contribuyen a evitar, en gran medida, el hundimiento del régimen. Llama la atención, sin embargo, que en modo alguno se haya producido apenas efecto contagio del reformismo económico auspiciado por los líderes chinos desde los años ochenta, lo cual pudiera ser indicativo del escaso eco tanto de su ejemplo como de la capacidad de incidencia efectiva en su política interna.
Si es discutible que China tenga cierta autoridad –que se le supone- manejable sobre Corea del Norte, menos seguro es que esté dispuesta o en posición de hacerla valer. Corea del Norte sabe del enorme valor estratégico de su posición para China. Cualquier ejercicio serio de presión –haciendo uso de su dependencia- supondría una contradicción con aquella doctrina de no injerencia que forma parte de su frontispicio diplomático pero, sobre todo, difícilmente sostenible en el tiempo ante los inevitables imperativos políticos que impone la geografía.
El agravamiento de estas tensiones se suma a las recientes disputas con Japón y con otros países ribereños del Mar de China meridional que refuerzan los argumentos para justificar una mayor implicación de Washington en la seguridad regional. Flaco favor le hace Pyongyang a Beijing, aunque también esta crisis puede hacer ver a ambos la importancia de cooperar en la prevención.
A las dificultades para asentar su liderazgo se suma el debate a propósito de la caducidad de los fundamentos clásicos de su política exterior, deudores aun de una realidad que encuentra difícil aplicación en la Asia y el mundo de hoy cuando China se ve abocada a asumir responsabilidades que van más allá de las declaraciones de buenismo.