Argüir que la llamada “asertividad” de la política china en tiempos de Xi Jinping es la causa del encontronazo con el mundo occidental es, como poco, una verdad a medias. En efecto, hay signos en el nuevo liderazgo chino que arranca en 2012 asociables con cierta impaciencia en algunos aspectos o con una afirmación más explícita de unos intereses nacionales que persigue sin el “disimulo” de periodos anteriores, cuando su poder efectivo era mucho menor.
No obstante, no debiéramos tampoco perder de vista que en los años previos a la asunción de Xi, es decir, durante el mandato de Hu Jintao (2002-2012), ya se pudo vislumbrar el sentido de las tendencias en curso conformando un proceso en el que la confrontación se afirmaba como una posibilidad perdurable. Así, recuérdese, por ejemplo, que durante la Administración Obama (2009-2017) se dio alas al Pivot to Asia, convertido en el ariete principal de Hillary Clinton ya en 2011, tal como explicitó en su artículo “America’s Pacific Century” publicado en Foreign Policy; en él se postulaba abiertamente el “reequilibrio militar y diplomático” estadounidense en la región.
Y tampoco fue un salto en el vacío. Las administraciones de Bill Clinton y George Bush también adoptaron medidas importantes para la contención de China. En 2005, se anunció que el Pentágono trasladaría el 60 por ciento de los submarinos estadounidenses a Asia y con el Pivot to Asia, esa cifra se ampliaba al 70 por ciento de sus capacidades navales, las mayores del mundo, acompañándose de la profundización de las alianzas militares y del Acuerdo Transcífico (o TPP), concibiéndose como las tenazas que debían contener la irradiación de la influencia china.
Cierto que estas dinámicas coexistían con la cooperación, a diferencia de Trump, que parece considerar esta una palabra tabú en la política estadounidense hacia China. Beijing bien podía decir entonces que la política de EEUU se había vuelto más “asertiva”. En su día, Robert S. Ross, asociado del Centro John King Fairbank de Estudios Chinos de la Universidad de Harvard, sostenía precisamente que el ‘pivote’ hacia China no hacía sino crear una profecía autocumplida por la cual la política estadounidense agravaba innecesariamente las inseguridades de Beijing y en consecuencia solo alimentaría la agresividad de China, socavando la estabilidad regional y reduciendo la posibilidad de cooperación entre Beijing y Washington. En esa dinámica estamos. Al inflar la amenaza planteada por China, en vez de mitigar sus ansiedades, exacerbamos las propias dando pábulo a intereses excluyentes.
Otro tanto podíamos decir del G8 o el G2. La primera participación de China en el G8 se produjo en la cumbre de Evián (2003). Desde el primer momento, Beijing dejó en claro el escaso interés en sumarse a un club con cuyas reglas no se identificaba ni disponía aun de capacidad real, de pretenderlo, para modificarlas. La presencia no ofrecía el disfrute de una cuota de poder real y por el contrario, se convertía en la práctica en una oportunidad para que Occidente le leyera la cartilla con sus reclamaciones. El G20 fue su opción alternativa.
En el caso del G2, el enfoque chino apostaba por afianzar el diálogo estratégico bilateral puesto en marcha en 2005 por Bush y Hu. Cuando en 2009, Obama planteó ir más allá con la fórmula del G2, Hu escurrió el bulto desinteresándose en participar en una especie de condominio global tanto por razones conceptuales como a la vista de la significación de la agenda interna, con China volcada en asegurar su propio desarrollo para garantizar precisamente un nivel suficiente de soberanía. Y ahí damos con su piedra filosofal: esa negativa a formar parte de las redes de dependencia de EEUU explica en gran medida cuanto ha sucedido con posterioridad.
Este proceso, con las guerras comercial y tecnológica como exponentes más visibles, se ha acentuado con el agravamiento de las diferencias en asuntos de primera importancia estratégica. Es el caso, por ejemplo, de Taiwán, clave en las relaciones China-EEUU. La alianza entre los soberanistas en la isla y la Casa Blanca avanza a ritmo sostenido y la actitud política en Beijing, marcada por la ansiedad, refuerza un rumbo a cada paso más peligroso. La crisis política en Hong Kong tampoco ayuda.
Por otra parte, en el Mar de China meridional se sustancia otra crisis potencial. Pudiera comprenderse el interés de Beijing por reforzar la seguridad de una ruta comercial vital para sus intereses. En 2016, el 40 por ciento de su comercio marítimo total transitó por esta ruta. No obstante, se requiere un importante esfuerzo de diálogo con los demás países ribereños para encontrar un acomodo a las diferentes demandas. Es esta carencia la que sirve de argumento a EEUU para multiplicar su presencia y encontrar el eco adecuado a sus ofrecimientos de seguridad.
Podemos diagnosticar esta evolución como una estrategia de Xi Jinping para consolidar a marchas forzadas su poder en el PCCh. De ser así, el riesgo de una crisis mal resuelta podría tener consecuencias catastróficas, también para él. Es evidente igualmente que la confrontación es el camino elegido por EEUU para bloquear el desarrollo chino y asegurar así su hegemonía global. Beijing lo sabe y por eso su mejor estrategia debiera seguir siendo apostar por el fortalecimiento y mejora de sus capacidades internas. No se olvide que la segunda economía del mundo tiene un PIB per cápita que la catapulta al puesto 65 en el ranking mundial. Y su IDH (2017) se ubica en la posición 86.