Si lo rompes te pertenece Alfredo Toro Hardy es diplomático retirado, académico y autor venezolano

In Análisis, Política exterior by Xulio Ríos

Si lo rompes te pertenece es una frase que evoca la idea de dejar caer un objeto en una tienda y tener que pagar su precio. Es, a la vez, una frase frecuentemente utilizada para describir los costos que debe asumir quien desencadena un evento o pone en marcha un proceso. Fue, en tanto tal, frecuentemente utilizada para describir las pesadillas con las que de debió convivir Estados Unidos durante largo tiempo por haber invadido Afganistán e Irak sin haber reflexionado suficientemente sobre las implicaciones y consecuencias que de allí derivaban. 

         Ahora le llega el turno a Moscú. La invasión a Ucrania, al margen de que con toda seguridad Rusia prevalecerá militarmente, desatará para aquella un sin fin de efectos indeseados. Los mismos le pertenecerán a plenitud, debiendo pagar los costos de no haber anticipado debidamente la amplia gama de repercusiones que podían de derivarse de su decisión. Entre tales costos podrían encontrarse algunos como los siguientes: Una larga insurgencia armada; las inmensas dificultades de controlar la combustibilidad social de un país de 44 millones de habitantes sometido a la fuerza; los devastadores costos de imagen de una guerra transmitida en directo por las redes sociales y que se avizora brutal ante el involucramiento de la población civil en el conflicto; la necesidad de una economía menor a la del estado de Texas, como es la rusa, de tener que asumir los costos de reconstrucción y manutención de una Ucrania que será sometida al ostracismo occidental una vez que caiga en sus manos. En cualquier caso, la invasión produjo ya dos efectos totalmente a contracorriente de lo que pudo haber deseado Moscú: Cohesionar y revitalizar a una OTAN fracturada y en letargo y movilizar sobre sus fronteras a nuevos contingentes militares de la Alianza Atlántica.      

         Sin embargo, en un contexto geoestratégico más amplio, la lógica del si lo rompes te pertenece aplica también a Estados Unidos. Así como los eventos de Ucrania son el resultado de una guerra de elección y no de necesidad, también el curso de acción estratégico emprendido por Estados Unidos en Europa a partir de 1991, constituyó un proceso de elección y no de necesidad. Imbuido por la línea argumental liberal según la cual cada país debía elegir su rumbo, Washington desestimó las voces del realismo político. Una y otra vez, por vía de figuras como Henry Kissinger, Kenneth Waltz, John Mearsheimer y el propio padre de la política de la Contención George Kennan, la lógica argumental realista alertó contra los riesgos de jugar con el fuego de las obsesiones de seguridad rusas. Obsesiones incrustadas en la psiquis de ese país y que se remontaban a los tiempos zaristas. 

         En 1991, Clinton puso en marcha el proceso de expansión de la Alianza Atlántica hacia el Este y, en 2008, Bush dio su visto bueno (frente a la reticencia inicial de Alemania y Francia) a la expansión de ésta hacia Georgia y Ucrania. Una década antes de esta última fecha, George Kennan había advertido contra el contrasentido y el riesgo de antagonizar innecesariamente a Rusia en momentos en que ésta no amenazaba a nadie. Bajo la lógica realista lo natural era que países como Georgia, y muy particularmente Ucrania, se sumasen a la lista conformada por Suecia, Austria o Finlandia. Es decir, estados neutrales que no asumían una militancia pro atlantista o pro rusa. Esto, según señalaba Kissinger en 2014, resultaba especialmente importante en relación a Ucrania, país socialmente polarizado entre un Este pro ruso y un Oeste pro occidental. En virtud de sus propias realidades, destacaba Kissinger, Ucrania debía constituirse en el puente natural entre ambas esferas y nunca en una barrera frente a Rusia.  

         Lo que Estados Unidos compró fue la Guerra Fría con Rusia que ahora emerge y que se avizora larga, peligrosa e inmensamente exigente en términos de atención. Ello le significará tener que priorizar al que objetivamente es el menor de sus rivales, descuidando al mayor: China. Como consecuencia, una economía que es de apenas un quinto que la suya, con una población relativamente menor y cuya única relevancia es la de ser un importante productor de hidrocarburos, habrá de desplazar en su atención al competidor principal. Esto es, una economía que en pocos años habrá de suplantarlo en la primacía y que le plantea una dura confrontación tecnológica.  Más aún, a diferencia de una Rusia centrada en su esfera de influencia regional, China aspira a transformarse en la potencia global predominante y en diseñar las nuevas reglas del orden mundial. 

         Esta desatención de la rivalidad mayor, no obstante, representaría para Estados Unidos el menos malo de los escenarios. El peor de ellos vendría dado por una confluencia de acciones entre China y Rusia destinada a desbordar la capacidad de respuesta de Washington. Es decir, una estrategia que buscase estrangular la sobre extensión de los compromisos político-militares asumidos por Estados Unidos.  

         Las piezas rotas que Rusia está comprando no son pocas. Sin embargo, en un sentido estratégico, las de Estados Unidos resultan más.