Las críticas de China a la política de las potencias occidentales en Siria son bien conocidas. A lo largo del conflicto, Beijing ha defendido el cese de las hostilidades, la negociación política y la ayuda humanitaria a las víctimas, condiciones indispensables para abrigar la esperanza de una mínima transición en dicho país, aunque las posibilidades reales de abrir camino a dicho plan, se han demostrado remotas. A mayores, este posicionamiento se completa con un rechazo tanto de las presiones exteriores como, más aun, de las operaciones armadas orientadas a propiciar un cambio de régimen.
Es imaginable que dicha posición se haya concertado con Rusia, con quien comparte los fundamentos de la interpretación y solución de una crisis que acerca a ambas capitales.
El respeto a la soberanía y la inviolabilidad de las fronteras emerge como un pilar clave de su política exterior. Y no constituye una novedad. El papel de la comunidad internacional debe limitarse a favorecer el diálogo y prestar ayuda humanitaria, instando el diálogo entre las partes para recuperar la paz. A la postre, esta posición explica las críticas de inmovilismo a la ONU, imposibilitada de facto para adoptar acuerdos de mayor efectividad, más allá de la defensa de los loables principios esgrimidos.
A diferencia de los países occidentales, China ha venido interpretando el conflicto sirio no como una represión sangrienta de los opositores a Bashar al Assad sino como una guerra civil alimentada desde el exterior, por Occidente y unos aliados que arman a los rebeldes, un totum revolutum heterogéneo cuyo triunfo podría desembocar en un régimen aún más terrible que el actual.
En consecuencia, ya en anteriores debates acerca de la imposición de sanciones a Damasco, Beijing dio a entender que, llegado el caso, podría estar dispuesta a aceptar sanciones que influyeran en las autoridades sirias para aceptar la apertura de un diálogo político en profundidad, pero nunca un encaje del tipo libio, a golpe de misiles. Si en este último caso, Beijing percibió con claridad la extralimitación del mandato de la ONU (resolución 1973) por parte de los aliados, difícilmente volverá a abstenerse con similar ingenuidad. Tras aquel episodio, ha reafirmado sus posiciones de principio en oposición al uso de la fuerza en las crisis internacionales de esta naturaleza.
Frente a la “responsabilidad de proteger”, China evoca la soberanía nacional y el respeto a la legalidad internacional, incluida la Carta de las Naciones Unidas. Occidente no tiene derecho a ordenar el mundo a su manera ni siquiera esgrimiendo el freno a supuestas violaciones de derechos humanos que, por otra parte, también perpetra con sus agresiones. Las preocupaciones humanitarias son una mala excusa para desatar agresiones armadas que a duras penas encubren el afán por aumentar su dominio global.
En el orden estratégico, el rechazo se explica por el temor a una nueva vuelta de tuerca del papel de Occidente y sobre todo de EEUU en una región de importancia vital desde el punto de vista energético. Por otra parte, el temido fiasco subsiguiente a la intervención occidental, dadas las malas experiencias pasadas, puede derivar en un auge del Islam radical cuyo eco podría llegar a afectar a la estabilidad de su Xinjiang, donde los rebeldes uigures siguen plantando cara a las fuerzas de seguridad chinas.
Es cierto que sus intereses en Siria son débiles, pero no en Irán, aliado de Damasco, cuyo régimen también es objeto de presión por parte de Occidente. Temiendo el contagio regional, China rechaza que existan razones para justificar un ataque exterior contra Siria, menos aun sin contar con el dictamen objetivo de los investigadores de la ONU acerca del uso de armas químicas y la identificación de los responsables. En suma, es la ONU quien debe llevar las riendas del problema y pasar por encima de ella solo agravará la situación.
A lo largo de la crisis, con dichas posiciones de principio, Beijing, a diferencia de Moscú, ha dejado entrever cierta flexibilidad en algunos momentos, instando la búsqueda de una solución incluyente, la única que verdaderamente podría evitar el caos que hoy viven Libia o Irak, países intervenidos a través de intervenciones militares directas con desastrosos efectos, al menos para sus poblaciones.
Si Occidente interviene en Siria con justificaciones apresuradas, por el momento con pruebas vagas y sin amparo legal, los resentimientos seguirán creciendo en China, instándole una vez a más a reforzar sus capacidades económicas y militares a sabiendas de que su afán por encontrar un modus vivendi aceptable en el inmediato futuro puede verse seriamente complicado por el triunfo de las políticas de cerco y contención de su emergencia.