BEIJING, 21 ago (Xinhua) — Con las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina, un grupo de políticos narcisistas en Washington han intensificado la hostilidad contra China con mentiras descaradas y acusaciones falsas, en un intento desesperado de desviar la atención de las críticas a su respuesta a la pandemia y buscar rédito político.
Una de las acusaciones más hilarantes llegó de boca de Mike Pompeo, considerado por muchos como el peor secretario de Estado que Estados Unidos ha tenido jamás.
En un discurso reciente en la Biblioteca y Museo Presidencial Richard Nixon, Pompeo trató de definir las décadas de compromiso de EE. UU. con China como un error y un fracaso, y negó la naturaleza mutuamente beneficiosa de esos vínculos entre las dos mayores economías del mundo. Según su razonamiento, todas las Administraciones estadounidenses desde que los dos países establecieron relaciones diplomáticas fracasaron a la hora de inducir un cambio en China.
A poca gente en el mundo se le escapará que Pompeo estaba tratando de inventar una excusa para justificar la hostilidad creciente de la Casa Blanca hacia China y que Washington parezca un adalid de los denominados valores occidentales.
Detrás de este argumento de autobombo de Washington, está la arrogancia hegemonista con que ataca a cualquier país, capitalista o socialista, que pueda suponer una amenaza para la supremacía global de Estados Unidos.
Quienes despotrican contra China están conviertiendo a Estados Unidos, la única potencia mundial, en un país supernarcisista. Tratan de materializar sus propios intereses al tiempo que buscan hipnotizar a los ciudadanos estadounidenses con términos políticos sofisticados, eslóganes trasnochados propios de la Guerra Fría y ficciones sobre una misión falsa.
A pesar de sus divergencias, China y Estados Unidos han gestionado de forma conjunta una relación bilateral tranquila y relativamente exitosa, y contribuido así al bienestar de las dos sociedades y la estabilidad y desarrollo del mundo. El secreto de ese éxito reside en el hecho de que sus intereses compartidos han sido siempre más que sus diferencias. Fue el caso de cuando los líderes de los dos países se estrecharon la mano hace casi 50 años y así sigue siendo hoy.
En este momento en que una de las relaciones bilaterales más importantes del mundo se encuentra en una encrucijada, quienes están al timón en EE. UU. deberían prepararse para responder a la pregunta inevitable de si el país está preparado y dispuesto a vivir con China, que tiene una cultura y un sistema económico y político diferentes.
La opción que eligieron los dos países de forma concertada hace medio siglo es una muestra de que las diferencias no son un obstáculo para ponerse en el lado correcto de la historia. La actual Administración estadounidense y la próxima deberían demostrar que pueden evitar que esos oportunistas políticos narcisistas engañen al país y lleven las relaciones con China por una dirección equivocada y peligrosa.