Cuando hace unas semanas trascendió que un millonario chino se proponía adquirir una considerable extensión de Islandia, país de la OTAN, en las especulaciones sobre sus últimos propósitos solo faltó el parecer del agente 007. No es nada nuevo. Con lupa se han examinado (y examinan) las inversiones chinas en cualquier parte del mundo. En 2010, China superó por primera vez a Japón y Reino Unido, situándose en quinta posición en inversiones directas en el exterior, alcanzando los 68.810 millones de dólares, según fuentes oficiales.
Aunque no todas, buena parte de las inversiones chinas en el extranjero obedecen a una estrategia de política exterior. Ello se debe a que los grandes inversores, directa o indirectamente, están relacionados con el gobierno, que trata de optimizar así no solo los intereses económico-comerciales sino también de otro tipo, o sin estarlo siguen sus indicaciones, producto del dirigismo que aun pesa en su economía. Con esto debemos contar. Como también China debe aprender a digerir las críticas occidentales respecto a una política de inversiones que no siempre tiene una influencia positiva en el entorno no solo estratégico sino también ambiental, social, o meramente productivo.
La China actual ha aceptado el juego de la mundialización y la interdependencia. Es un cambio histórico de gran profundidad. Cuando el primer ministro Wen Jiabao dice que la apertura es un camino irreversible y de largo plazo, como ha recordado recientemente en Dalian en el llamado Davos de verano, no son palabras huecas. Significa, a fin de cuentas, que esta China ni es ni será antagonista del mundo desarrollado. Otra cosa es que aspire a desarrollarse de forma autónoma, lo cual supone, dadas sus proporciones, un considerable desafío para todos, obligando a plantearse serias reestructuraciones del vigente orden político, económico y financiero universal.
Las políticas de contención no han dado ni darán resultado con China. Pinzas o cercos son difíciles de establecer y, más aún, de mantener. A menos que eso que damos en llamar inteligencia sea capaz de quebrar su férreo blindaje, que opera no solo en el plano de la seguridad interior sino con algo mucho más sólido, que es su cultura y una historia lastrada por graves desencuentros con un Occidente poco civilizado, las posibilidades de condicionamiento efectivo desde el exterior son limitadas y su creciente fuerza puede compensar las fragilidades.
Por otra parte, si a resultas del cambio de modelo productivo pasa a depender menos de las exportaciones para su crecimiento, entonces basado en la demanda e inversión internas, esto la haría menos permeable a los requerimientos exteriores y más inmune.
Para China, la superación de la crisis económica mundial es una cuestión de gran importancia. Afecta seriamente a la estabilidad de su proceso y puede hacerlo derrapar. Lo que la crisis sugiere, a la par que reformas estructurales profundas que devuelvan el protagonismo del espacio público que fue diluido por las políticas neoliberales de los últimos años, es un diálogo de alcance con Beijing que permita establecer las reglas del nuevo tiempo, esa otra fase de la postguerra fría que anticipa la plasmación de un cambio en el equilibrio de poder global.
Una mayor implicación inversora de China en la dinamización de las economías desarrolladas puede tener consecuencias políticas al restar libertad de criterio. Si se acepta o cunde la división, puede ser verdad. China reclama a Occidente que deslinde economía y política, pero a renglón seguido, puede exigir que para mejorar el entendimiento no se reciba al Dalai Lama, no se vendan armas a Taiwán o se la reconozca como una economía de mercado. Beijing ha enunciado sus intereses centrales y reclama respeto para ellos.
Pero las inversiones en el exterior también suponen riesgos para China. Y no solo en lo económico o en escenarios dramáticos como Libia. Le obliga, por ejemplo, a familiarizarse y a aceptar ciertos códigos de conducta, tanto en relación a los gobiernos como a la opinión pública, lo que puede incidir en la democratización de su comportamiento. Conviene tener presente que la experiencia china en este aspecto es muy reciente, en especial en internacionalización empresarial.
China puede ser más fuerte si accede a una mayor presencia inversora en nuestro entorno. Preocupa qué consecuencias tendrá a la vista de las diferencias culturales y políticas que nos separan de ella. Pronosticar su comportamiento internacional no es cosa fácil, pues obedece a claves singulares que hunden sus raíces en esa creencia profunda en su posición central en el mundo y a la que parece aspirar de nuevo. Pero un exacerbado rechazo no hará otra cosa que alentar a los sectores más nacionalistas del régimen.
A lo largo de tres décadas, sin descuidar sus intereses de largo plazo, China ha sabido valerse del mundo desarrollado para promover su modernización. Lo hizo a su ritmo y a su manera y pese a los muchos millones de dólares invertidos en su país y al desembarco de miles de empresas occidentales ha sido capaz de digerirlo todo sin grandes atragantamientos. Quizás ha llegado la hora de que el mundo desarrollado se plantee una estrategia de reciprocidad coordinada y sin complejos.