La semana pasada Trump anunció formalmente que su país no adherirá a la Asociación Transpacífica. Con ello se entierra al que constituía el mayor acuerdo regional de comercio e inversiones de la historia, así como el principal acuerdo en materia comercial desde la Ronda Uruguay del GATT en 1994. El mismo englobaba a 12 naciones, 800 millones de seres humanos, 42,7 billones de dólares de PIB combinados y 40% de la producción manufacturera global. Sin embargo, a pesar de su amplio alcance, dicha asociación no era más que la vertiente económica de un propósito estadounidense mucho más ambicioso. El mismo perseguía contener el emerger de China, manteniendo a raya su proyección geopolítica y económica en dicha región del mundo.
Fue así que en 2011 Washington retomó una iniciativa mucho más modesta del año 2005, adelantada por Brunei, Chile, Singapur y Nueva Zelandia, para relanzarla como gran muro de contención frente a China. Este último país no ha estado sin embargo cruzado de brazos. La firma constitutiva del Banco de Inversiones de Infraestructuras Asiático, en junio del 2015, había representado un gran triunfo para China. En esa ocasión 57 países, incluyendo allí a varios de los aliados más cercanos de Estados Unidos, decidieron contravenir la oposición de esta última nación para seguir a los chinos en esta iniciativa. En definitiva se ha estado ante un duelo por la primacía en Asia y el Pacífico.
La Asociación Transpacífica colocó a Pekín en una posición defensiva. No sólo veía escapársele de las manos el liderazgo económico en su propia región del mundo, sino que países de la misma como Vietnam podían beneficiarse a sus expensas del libre acceso al mercado estadounidense, su mayor mercado. Para responder a dicho reto Pekín pasó a liderar dos grandes proyectos: la Asociación Económica Regional Integral y la llamada Iniciativa del Cinturón y el Camino.
La primera constituye un acuerdo de libre comercio que busca abarcar a 16 economías asiáticas con una población combinada de 3,4 millardos de personas, lo que haría de ella la mayor plataforma de integración económica regional del mundo. Siete de los actuales miembros de la Asociación Transpacífica, incluyendo allí a Japón, estarían llamados a ser miembros fundadores de esta iniciativa, de la cual también formaría parte la India. El “Cinturón y el Camino”, de su lado, es otro megaproyecto que contempla revivir los trayectos terrestres y marítimos de la antigua Ruta de la Seda. Esta última conectó comercialmente a China con Europa y África a partir del siglo I A.C., entrando en decadencia a partir del siglo XV. Tal iniciativa buscaría integrar mediante comercio e infraestructuras a los tres continentes que se beneficiaron de aquella ruta inmemorial, dando origen a un área económica cohesionada.
Al desligarse de la Asociación Transpacífica, Washington renuncia a la contienda por la primacía económica en el Asia Pacífico, pareciendo dar impulso a la vez a la hegemonía política de Pekín en esa parte del mundo. No olvidemos, en efecto, que bajo la óptica china globalización y nacionalismo no se presentan como fuerzas antitéticas, sino como manifestaciones interdependientes de una misma política estatal. Una política iniciada en tiempos de Deng Xiaoping y que éste bautizó bajo el aforismo de “agarrar con las dos manos”. En palabras de Christopher Hughes: “La ‘apertura’ (económica) china se justifica no sólo en términos de elevar el nivel de vida de sus habitantes, sino porque permitirá que se materialicen sus ideales nacionalistas…Dentro de este escenario el arte de la política consiste en obtener el debido balance entre globalización y nacionalismo” (“Globalisation and nationalism: squaring the circle”, LSE Research Online, March 2009).
El párrafo de Hughes, que sintetiza la razón de ser de esa histórica política, tiene dos lecturas. Una benigna, la otra más preocupante. En función de la primera se entendería que para una cultura como la china, acostumbrada a la complementariedad de los contrarios (esencia del ying y el yang), el éxito se mediría en el adecuado balance entre objetivos disímiles. Ello por extensión haría que la globalización mantuviese al nacionalismo bajo control. Una segunda lectura, sin embargo, daría a entender que la apertura y el crecimiento económicos resultan subsidiarios a la realización de los ideales nacionalistas. De ser este el caso, como su expansiva política en el Mar del Sur de China pareciera mostrar, una primacía económica sin cortapisas conllevaría a la vez a la imposición de una fuerte hegemonía política. Una hegemonía que los países del Sudeste Asiático, urgidos de una fuerza expansiva que impulse a sus economías, se verían compelidos a aceptar.
Esta última hipótesis, altamente probable en virtud de los acontecimientos sobre el terreno, haría que la reciente decisión de Trump se transformase en la mayor concesión estratégica de su país desde la Segunda Guerra Mundial.