En 1972 Pekín y Washington alcanzaron un acuerdo fundamental. De acuerdo al mismo, Estados Unidos reconocía al Partido Comunista como legítimo gobierno de China y este último aceptaba el liderazgo estadounidense en la región Asia-Pacífico. Ambas partes necesitaban de este compromiso. Para Mao Tse Tung era la garantía de que Washington no se aliaría con Moscú en su contra, en momentos en que las tensiones de China con la Unión Soviética habían llegado a su punto álgido. Para Nixon ello brindaba la posibilidad de salir de la guerra de Vietnam sin que China explotase en su beneficio esta situación de debilidad estadounidense.
El acomodo anterior asumió connotaciones transformacionales. No sólo porque desde 1949 el compromiso estratégico con Taiwán había representado una pieza central de la política estadounidense hacia el Asia-Pacífico, sino porque las guerras de Corea y Vietnam habían sido libradas bajo la noción de que era necesario contener la expansión comunista y la influencia china. Dicho acuerdo brindó importantes dividendos a ambas partes. A partir de finales de la década de los setenta China pudo concentrarse en una política de crecimiento económico sin tener que desviar recursos o atención a una rivalidad estratégica con Washignton. Ello, a su vez, permitió a este últimodirigir su atención en otros escenarios, en la seguridad de que su liderazgo en esta zona del mundo no sería puesto a prueba.
De ambos quien mayor beneficio obtuvo fue China. Ello le posibilitó alcanzar el mayor crecimiento económico en la historia documentada de la humanidad, sacando de la pobreza a 600 millones de seres humanos y adentrándose en cuenta regresiva para convertirse en la primera potencia económica planetaria. Más aún, le permitió revertir el declive sufrido durante los últimos dos siglos para recuperar la importancia mundial que había detentado durante milenios. Nada más lógico que el que Pekín consideré que habiéndose llegado a este momento, el acuerdo de 1972 resultase desfasado. Asumir una posición de subordinación permanente en una zona en la que, desde tiempos inmemoriales y con excepción de los últimos 175 años, fue potencia hegemónica, no es algo que China pueda aceptar.
Esto último no implicaría para Estados Unidos un cuestionamiento a su liderazgo en otras regiones del globo, en la medida en que China no le plantea una rivalidad estratégica global como ocurrió con la Unión Soviética. Se trataría tan sólo de compartir su primacía en esa región con un Estado cuya fortaleza económica y el peso de su historia resultan demasiado significativos como para ser obviados. Esta última premisa, sin embargo, no resulta aceptable para Washington. Hugh White reflejaba bien la postura estadounidense al señalar: “De acuerdo a sus círculos políticos, Estados Unidos debe hacer y hará lo que sea necesario para preservar su primacía. Como poder fundamental Estados Unidos puede consultar con otros países pero nunca negociar con ellos en términos de igualdad”(The China Choice, Oxford, Oxford University Press, 2013).
Mucho se habla de cómo la carga de la historia impone su peso en las relaciones internacionales de China, determinando muchas de sus acciones y reacciones. Pero poco se dice, sin embargo, de cómo también Estados Unidos guía sus relaciones con China en función de una visión encasillada en tiempos pretéritos. Ante el reclamo chino, Washington se estaría guiando, según White, por dos marcos de referencia precisos: la política de la contención y el rechazo al apaciguamiento. En otras palabras, Washinton está lidiando con China como si estuviese fente al expansionismo soviético o la Alemania Nazi.
China reclama es que se le reconozca una jerarquía proporcional al peso de su economía y al de su historia, cuestionando un status quo que tomó cuerpo en el momento de su mayor debilidad histórica. Afrontar esta demanda teniendo como marcos de referencia a Stalin y a Hitler es deformar por completo la realidad. Como advierte White: “China es ambiciosa pero al mismo tiempo es cauta y conservadora, queriendo balancear su deseo por una mayor influencia con la necesidad de mantener el orden y evitar un conflicto directo con Estados Unidos” (Idem).
Lo cierto es, sin emargo, que ninguna de las dos partes está dispuesta a ceder. Nuevamente según White: “China luce tan dispuesta a cambiar el orden asiático como Estados Unidos a conservarlo” (Idem). La divergencia geopolítica entre China y Estados Unidos no se circunscribe desde luego al marco contextual, sino que se traduce en la activa militancia asumida por Washington en relación a los diferendos marítimos que mantiene Pekín en los mares del Este de Asia y del Sur de China. Al brindar su apoyo a todos los países que sostienen diferendos de tal naturaleza con China, Estados Unidos define un curso de colición directo con ésta. Ello incluye el desconocimiento de la zona de exclusion área planteada por China sobre una parte del Mar del Este de Asia. Más aún, entraña un proceso de construcción de un cerco geoestratégico sobre China con participación de Japón, Australia e India.
Es sobre este marco que Trump tuvo la brillante idea de añadir una gerra comercial con Pekín que amenaza con salirse de control.