China dio inicio a la primera década del siglo XXI ingresando en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Dicho paso, imprescindible para lograr la plena integración en la economía internacional, motivó numerosas especulaciones sobre los destructivos efectos que dicha decisión podría tener en una economía como la china, con tantos síntomas de debilidad y atraso. No obstante, diez años después, el panorama, a pesar de sus sombras, revela una pujanza indiscutible, situando al gigante oriental, ya convertida en la segunda economía del mundo, en condiciones de sobrepasar a EEUU en 2011 como primer productor industrial.
Cierto que ese proceso de ascenso ha originado graves desequilibrios y tensiones, tanto en lo territorial como en lo social. No obstante, a lo largo de esta década, China parece haber comprendido la necesidad de impulsar otro modelo de desarrollo, menos dependiente de las exportaciones y de la mano de obra barata, y más basado en el respeto al ambiente, en el impulso tecnológico y en la mejora del bienestar social. Ese proceso, en el contexto de la crisis financiera global, no ha hecho más que acelerarse.
La China de los Juegos Olímpicos de 2008, auténtica carta de presentación en un mundo que a partir de entonces parece temer mucho más las consecuencias de su imparable desarrollo, ofrece grandes paradojas. Los disturbios en Tíbet o en Xinjiang, así como la multiplicación de conflictos ya sea en torno a la expropiación de tierras a los campesinos, el descontento urbano por la inflación o las exigencias de reformas políticas de algunos sectores minoritarios pero relativamente influyentes, dan cuenta de una creciente preocupación por la estabilidad política, lo que ha llevado a hablar de democracia más que nunca, si bien de un modelo supeditado a las exigencias de apuntalamiento del propio Partido Comunista, que no renuncia en modo alguno a pilotar el proceso en condiciones de hegemonía y exclusividad.
La normalización de las relaciones con Taiwán a partir de 2008 después de un largo periodo de tensión que arranca ya en 1996, ha abierto numerosas esperanzas de un entendimiento hoy centrado en lo económico pero que ambiciona generalizarse, alcanzando aspectos más delicados como la seguridad o la política, poniendo paz por medio y cerrando, por fin, el capítulo de la guerra civil. Pese a ello, la división de la sociedad taiwanesa en relación a la unificación con China continental parece mantenerse invariable y Beijing tendrá que multiplicar su generosidad y habilidad para vencer las resistencias que aún persisten de forma notoria.
El reforzamiento del papel e influencia internacional de China es un hecho evidente, ya nos refiramos a contenciosos (de Irán a Corea del Norte), a gobernanza global (G-20) o a problemas globales (caso del clima). Beijing ha rechazado la fórmula de un G2, sugerida por Washington, renovando su confianza en un multilateralismo que no interfiera en sus asuntos internos. No obstante, dicha actitud, expresión de una vocación soberanista irrenunciable carente de mesianismo, alienta tensiones estratégicas de gran calado, especialmente en el entorno asiático (tanto en la península coreana como en el mar de China meridional) que podrían agravarse en los próximos años.
China finaliza su década con el largo adiós de sus dirigentes, quienes deberán dar paso en 2012 a una nueva generación, la quinta. Sobre ella pesarán decisiones de gran calado, ya que en sus manos tendrán la posibilidad de reubicar a China en la posición central del sistema global o, por el contrario, de fracasar, iniciar una senda de incertidumbre que podría malograr el proceso de modernización iniciado a finales de los años setenta. Pese a los signos de creciente fortaleza, también en la defensa, China finaliza la década con la sensación de adentrarse en uno de los períodos más delicados y trascendentales de la reforma y apertura.