La mayoría de las provincias y regiones autónomas de China ya han elegido a sus delegados para el 18º Congreso del Partido Comunista de China (PCCh). El proceso se completará en las próximas semanas, cuando también se espera la indicación sobre la fecha de realización, confirmando o desmintiendo los rumores de aplazamiento.
El PCCh es la mayor organización política del mundo, con más de 80 millones de militantes y a menos de una década de su primer centenario de existencia, afronta un período crucial tanto en virtud de la significación del relevo generacional en curso como de los desafíos y opciones que encara el proceso de modernización de China.
La situación política en el gigante asiático ha estado marcada en los últimos meses por la destitución de Bo Xilai, jefe del Partido en Chongqing y miembro del Buró Político del PCCh. Más allá de las circunstancias personales del caso, el episodio es también revelador de los pulsos y de las tendencias contradictorias que anidan en la cúpula china. Con el país inmerso en profundos cambios sociales y situado ante la delicada tesitura de definir el camino para asegurar un nuevo impulso a la reforma económica en un contexto de persistencia de la crisis global, las idas y venidas que alientan y contienen el empuje hacia una liberalización democrática liderado desde el sur del país evidencian ese escenario de tensión con todas las miradas puestas en los códigos resultantes del XVIII Congreso.
A las rivalidades personales, de clanes geográficos o sectoriales que ilustran el inevitable proceso de diseminación del poder, consecuencia inevitable del proceso de reforma y del decurso histórico del período iniciado en 1949, la lucha por el poder refleja igualmente concepciones diversas respecto a la superación de los obstáculos que dificultan la continuidad del proceso de modernización y en cuanto a las formas de preservar el liderazgo del PCCh.
Hoy día, las corrientes principales que atraviesan el sistema político chino pudieran resumirse en la diferenciación entre elitistas y populistas, o entre liberalautoritarios y socialreformistas, o quizás muchas otras más. No obstante, dicha categorización puede resultar en extremo simplista para poner de manifiesto los enormes matices que singularizan a unos y otros, con gradualismos y puntos de vista que pueden llegar a ser relevantes.
Las coincidencias son, por el contrario, más fáciles de reseñar, lo que facilita que todos aquellos matices puedan aún ceder el paso a los grandes consensos. El mantenimiento del crecimiento, la preservación de una estabilidad asociada al monopolio del liderazgo político, una evolución política que garantice mayores niveles de democracia sin por ello adoptar el modelo occidental, la defensa de la soberanía nacional constituyen, sin duda, algunos de ellos.
En el orden económico, dos grandes bloques parecen conformar idearios y propuestas netamente diferenciadas. De una parte, quienes se ubican en el entorno de la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma, principal valedora de los grandes sectores estatales que según sus críticos constituyen el espejo más evidente de los privilegios de las oligarquías y el mayor obstáculo para avanzar en el proceso de transformación. Pero quienes recurren a esta crítica desautorizadora, los más liberales bajo cobijo del sector financiero que representa el Banco Popular y algunos sectores industriales, forman parte de la misma nomenklatura y sus redes familiares y personales son usufructuarias directas de tal entramado.
A resultas del informe China 2030, elaborado a instancias del Banco Mundial y del Consejo de Estado, parece imponerse el convencimiento de que nos hallamos ante una nueva ola liberalizadora. Este rumbo debe ser sancionado en el 18º Congreso con el argumento de avanzar en la eliminación de los privilegios, reducir la corrupción y la necesidad de asegurar un nuevo impulso al crecimiento. A priori, la naturaleza de la propiedad no cambiará, pero la inversión privada podría alcanzar hasta el 20 por ciento en una primera fase. El gradualismo, la experimentación, el interés estratégico de algunas actividades seguirán condicionando esta evolución, inevitablemente asociada al diseño de nuevos engranajes de internacionalización y homologación de la economía china, también en lo financiero, con potencialidad suficiente para determinar no solo el cariz final de un modelo económico aun singular sino del futuro del propio país.
En el orden político, tras la locución testamentaria de Wen Jiabao en la clausura de las sesiones parlamentarias de 2012 y el experimento de Wukan, desde el sur del país avanza un discurso reformador que aspira a dotar de significación propia propuestas que incidan de modo real en la renovación del sistema político. No obstante, a priori, nada parece indicar que estas puedan abrirse fácil camino ni que su orientación final se decante por el pluripartidismo, como algunos sugieren. Su urgencia radica en el temor al colapso sistémico y a la necesidad de habilitar recursos institucionalizados que eviten la reiteración de dramas históricos. Pero sin elecciones más libres, independencia efectiva de la justicia, perfeccionamiento de los mecanismos de control social de las decisiones públicas, todas ellas medidas tan necesarias como temidas, será harto complejo clarificar el rumbo de la política china.
Sea como fuere, cabe significar que tras el debate en torno a la democracia registrado en el congreso de 2007 y los desarrollos subsiguientes, crece la masa crítica interna partidaria de acentuar esta evolución. Ese proceso se ha visto reforzado tras la defenestración de Bo Xilai, pero sería un error pensar que sus partidarios sugieren una evolución a la occidental y sin matices. La orientación predominante es aquella que pone el énfasis en el perfeccionamiento de los procedimientos burocráticos del aparato Partido-Estado, redefiniendo los contornos y prácticas del poder especialmente a través de la participación controlada en base a consultas, pero en ningún caso con el propósito de disminuir su entidad ni rebajar las capacidades de control social. Por el contrario, todo ello tiene como aspiración adaptar y reforzar el papel dirigente del PCCh, relegitimado a través de una praxis democrática más avanzada.
Nadie en China evoca la reforma política con claridad. La ambigüedad preside las declaraciones en aras de facilitar ese nuevo consenso llamado a preservar la estabilidad social y económica. Pese a ello, pudiera no ser tan fácil a la vista de la complejidad de la situación y la necesidad de reaccionar adoptando decisiones de alcance.
Una China infeliz
En los últimos años, Hu Jintao, urgido por la crisis, ha apelado a la transformación del modelo de desarrollo prestando una mayor atención a los factores sociales, ambientales o tecnológicos, cuya potencialidad puede eclipsar la actual dependencia de las exportaciones y de la inversión pública. Algunos califican ya su mandato como una década perdida. No obstante, ha logrado sentar las bases de ese cambio a pesar de que la percepción de que las insuficiencias en materia de justicia social constituyen el más grave fracaso de los actuales mandatarios. Pese a ello, justo es reconocer los avances en materia de salarios mínimos, de salud pública, de vivienda social, de educación, etc., si bien es mucho lo que resta por hacer.
Si de buscar la verdad en los hechos se trata, como afirmaba recientemente Xi Jinping en un discurso, numerosos estudios señalan que el crecimiento económico de las últimas décadas en China fue alcanzado en paralelo a una reducción generalizada de la felicidad, especialmente entre las clases menos favorecidas (así se señala en un estudio dirigido por Richard Easterlin, de la Universidad de Carolina del Sur, EEUU). Es frecuente escuchar en China a personas de cierta edad que si bien durante la Revolución Cultural la situación que se vivía era muy dura, nadie se quejaba, mientras que ahora que la situación es mucho mejor, todo el mundo se queja. La razón es inseparable del avance imparable de la desigualdad y la corrupción. Según el estudio del profesor Easterlin, en 1990, un 68% de las personas pertenecientes a las clases más ricas y un 65% de las más pobres presentaban altos niveles de satisfacción. En las últimas dos décadas, solo un 42% de los chinos con rentas más bajas dan cuenta de altos niveles de satisfacción con su vida (entre los más ricos, un 71%). El trabajo, la seguridad social y laboral, la seguridad social, etc., son de importancia básica para expresar una satisfacción elemental con la vida. Pero la cuadriplicación del PIB per cápita en las últimas décadas se ha olvidado de procurar ese tipo de felicidad. Se necesitan acciones más radicales en este sentido que nunca acaban de llegar, contrastando con la radicalidad de los giros sugeridos en otros ámbitos.
Por otra parte, el control sobre la sociedad se ha vuelto más sibilino, pero no se ha debilitado en grado apreciable, mientras se multiplican las iniciativas para someter el uso de las nuevas tecnologías o las redes sociales a los intereses supremos del PCCh. Este, no obstante, tendrá dificultades crecientes para encajar y gestionar positivamente las exigencias relacionadas con un más equilibrado reparto de los beneficios del desarrollo y no solo materiales, también en relación a la libertad de expresión, ciertamente mayor pero estrictamente controlada.
En los próximos meses, cabe esperar la multiplicación de los factores de presión. Desde la periferia geopolítica externa (especialmente, el entorno del mar de China meridional) hasta la periferia interna (Tibet, Xinjiang), los mensajes se multiplicarán en una nueva pugna que tendrá como efecto inmediato nuevos quebrantos de su imagen internacional y un nuevo blindaje. Podría dar la impresión de cierta inmunidad pero, por el contrario, será el barómetro indicativo de la urgencia de habilitar otros rumbos que con la mirada puesta en el primer centenario del PCCh (2021) tienen en este 18º Congreso una última oportunidad de concreción.