El proceso que vive China desde diciembre de 1978, cuando el PCCh decidió dar vía libre a la actual política de reforma y apertura, tiene una doble dimensión. En primer lugar, es tal su significación que ha abierto un nuevo capítulo en la historia de China, con la potencialidad suficiente para conducirla a su pleno renacimiento. A la caída del imperio en 1911, le sucedió un periodo repleto de vicisitudes, invasiones y rivalidades, guerras civiles incluidas, que, en teoría y según la interpretación al uso, finalizó en 1949, con la proclamación de la Nueva China por Mao Zedong. No obstante, quizás fuera apropiado alargar hasta 1978 ese período de turbulencias iniciado en 1911 y que, en esencia, se caracterizó por la búsqueda, en dos tiempos, de aquella fórmula que debía permitir a China encontrar el camino de su resurgir. En cierto sentido, episodios como el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, se explican no solo por el reconocido deseo de abrir en Asia un proceso diferente al impuesto por el socialismo soviético, sino que responden a ese tanteo con la historia, inestable, para dar con el sistema llamado a finiquitar varios siglos de decadencia. Así pues, 1978 y no 1949, quizás debiera ser la fecha que marca el inicio del renacimiento, cuyas bases parciales fueron puestas primero en 1911 y después en 1949, pero que, en ambos casos, zozobraron con episodios desestabilizadores de similar calibre a los vividos con posterioridad al derrumbe de la monarquía feudal.
En segundo lugar, la política china a partir de 1978 se caracteriza por la progresiva sustitución de las vigas del maoísmo, cuya característica más sobresaliente consistía en la abrupta ruptura con el mundo confuciano que, ahora, vuelve otra vez por sus fueros. A diferencia del período comprendido entre 1949 y 1978, la China actual tiende puentes con la China de siempre, a sabiendas de que en su interior perviven valores y actitudes que contribuyen, desde la ética y la moral, a organizar la sociedad de forma estable, aún cuando la vida económica del presente guarde, a simple vista, poca relación con la China milenaria. En el ámbito socio-político, la promoción de la armonía y del gobierno de la virtud, la exaltación de la familia y de los valores tradicionales, constituyen una base aparentemente más sólida y socialmente interiorizada que los principios marxistas que, formalmente, aún abandera el PCCh, pero también mucho más aceptables a priori que nuestros valores liberales y “universales”.
En esa doble apreciación tenemos los fundamentos de esta nueva China de la reforma, llamada a ser poderosa. Para entenderla habrá que releer a Confucio, especialmente si queremos acertar en el tratamiento de todas las facetas relacionadas con su emergencia y profundizar en la configuración de unas relaciones estables y de largo plazo, que, por definición, no pueden prescindir ni de la historia ni de la cultura, aspectos ambos de un calado infinitamente superior al señalado por factores tecnológicos, defensivos o estrictamente económicos.
Esa apuesta por el entendimiento cultural debe ser el fundamento también para comprender y gestionar su actual nacionalismo y, sin pecar de soberbia pero tampoco de ingenuidad ni pasando por alto los muchos siglos que China ha dominado el mundo, haciendo acopio de modestia, establecer un diálogo en pie de igualdad que pueda evitar cualquier hipótesis de exacerbamiento que le invite a perseguir la hegemonía a toda costa.
El camino seguido por China a partir de 1978 constituye un ejercicio de transformación verdaderamente admirable, no solo por la evidente mutación operada en la economía y la sociedad, sino, especialmente, por la capacidad camaleónica del PCCh para ajustar su enfoque en función de las necesidades, sin renunciar del todo a nada, pero plasmando en la práctica no solo un renacimiento económico capaz de asombrar al mundo sino una actualización cada vez más notoria de la propia identidad cultural del país que el maoísmo había despreciado, culpándola de todos los males de la nación.
Formalmente hablamos del mismo partido que derrotó al poderoso Kuomintang, pero en la práctica, treinta años después, el tiempo le ha pasado factura. Tanto es así que la legitimidad originaria, maoísta, ha venido perdiendo fuerza desde 1978, a medida que el PCCh ha vertebrado una nueva legitimidad basada en el desarrollo y, ahora mismo, ensaya de forma limitada una democracia que le permita superar incólume sus mayores desafíos (entre ellos, la corrupción) y sortear las críticas internacionales por su mal disfrazada ambigüedad. Comunista o confuciano, el PCCh, con una generación al frente que a partir de 2012 podrá conducirse ya sin las ataduras limitantes dispuestas por Deng Xiaoping al inicio del proceso, debe encarar en los próximos años las pruebas más duras de su supervivencia política.
Para ellos es de prever que Mao, como Sun Yat-sen, el fundador de la República, quede en otro buscador de caminos. Quien realmente lo encontró fue Deng y aquellos que, como Liu Shaoqi y tantos otros, ya defendían estas políticas en tiempos del maoísmo. Lo que a algunos, no lo olvidemos, les costó la vida.