La transformación que ha vivido y está viviendo China en las últimas décadas ha venido acompañada también de cierto desconcierto en las izquierdas de todo el mundo. Que el gobernante Partido Comunista de China (PCCh) reivindicara las bondades del mercado y de la propiedad privada, consintiera niveles sangrantes de explotación laboral y desigualdades que claman al cielo en complicidad con las grandes multinacionales occidentales o hiciera causa de un modelo depredador del ambiente hasta niveles extremos, han provocado una comprensible hilaridad en formaciones políticas que hacen bandera de todo lo contrario. No obstante, bien es verdad que dichos fenómenos coexisten con una planificación boyante, un control de la economía muy directo por parte del Estado-Partido que se cuida de mantener un sector público dominante y especialmente potente, la generación de riqueza que ahora parece acompañarse de un mayor compromiso con los derechos sociales y laborales, un impulso corrector del desastre ambiental que no obstante podría tardar lo suyo en producir efecto y hasta invocaciones a una reforma política de contornos aun difusos pero que no elude la necesidad de incorporar mayores dosis de democratización y de respeto a los derechos humanos.
Esto explica que el proceso chino provoque simpatía y complicidad en unos y, en otros, una gran crítica descalificadora; comprensión y/o complacencia (con paciencia) frente a acusaciones de restauración capitalista y cinismo sin parangón cuando no la cuadratura imperfecta: rancio capitalismo por obra y gracia de la vanguardia del proletariado (el socialismo amarillo). En la actitud influyen las afinidades ideológicas y estratégicas, medidas sobre todo en función de su capacidad para infundir esperanza respecto a la creación de un sistema presuntamente alternativo al capitalismo, el que llaman “socialismo con peculiaridades chinas” (con mercado), y para contrarrestar y/o equilibrar la influencia de EEUU en el mundo, aunque muy distante del modelo que procuran lo que llamamos genéricamente nuevos movimientos sociales.
Pero igualmente influye la perspectiva de origen, diferenciándose mayormente entre quienes formulan su posición desde el mundo desarrollado –con mayor inclinación a anteponer las consideraciones de tipo ideológico- o desde el mundo en desarrollo, quienes priorizan la constatación de la dimensión práctica en términos de contribución al desarrollo y la mejora genérica de las condiciones de vida.
Naturalmente, no falta tampoco una tercera vía, la de una prudencia equidistante, que concede cierto margen de confianza al experimento del PCCh, enfatizando sus diferencias con el proyecto reformista gorbachoviano (a la postre, fallido), su heterodoxia ab initio en relación al modelo liderado por el PCUS, y hasta la vigencia de su solidaridad internacional con los países antiimperialistas, aunque a veces resulte complejo definir qué más pesa, si el pragmatismo o la ideología, inclinándose básicamente por lo primero. En este aspecto, no obstante, cabe reseñar la apertura igualmente de un paréntesis de cautela ante la confusión que rodea, sobre todo, la política africana de China, que unos califican de neocolonial mientras otros destacan su positivo efecto transformador, tanto a nivel local como global, huyendo de hacer el juego a las potencias occidentales que usan generosa y no menos cínicamente dicho argumento para contestar su pérdida de influencia en el continente negro.
Es frecuente escuchar a líderes de la izquierda latinoamericana, la región del mundo hoy día con mayor presencia de este espectro ideológico a nivel gubernamental, alabanzas a la transformación de China y sus positivas consecuencias para el mundo. Mientras, la izquierda social, menos institucionalizada, abomina de un comportamiento que como poco podría calificar de hipócrita y con apropiación de una simbología y un discurso asociado a un imaginario emancipador que han sido metamorfoseados hasta llevarlos a sus antípodas. El desarrollismo chino genera una riqueza que lejos de emancipar, encadena, dirían.
Semejante galimatías debe contextualizarse, en buena medida, en el largo distanciamiento de muchas izquierdas de cuanto ha venido sucediendo en China. Inmersa en la confrontación ideológica sino-soviética, la desaparición de la URSS y los países del socialismo real dejó a buena parte en la orfandad mientras que los maoístas se vieron descalificados por el rumbo elegido a partir de 1978. Dichas circunstancias explican también el bajo perfil que China mantiene en las izquierdas, donde podemos constatar la ausencia de la solidaridad y movilización que generaba el PCUS en el contexto de la guerra fría, décadas fecundas para el hostigamiento de una China que seguía el juego a los intereses imperialistas, o con una Cuba enfrentada al imperialismo estadounidense. La falta de mesianismo en el discurso chino cierra el círculo. En resumen, puede generar simpatía por sus logros en términos generales (que amenazan con descabalgar de sus posiciones hegemónicas a EEUU) o por sus actitudes en conflictos internacionales defendiendo la soberanía y la no injerencia, pero también una gran antipatía y discordancia con buena parte de los medios utilizados cuando no en connivencia con líderes corruptos y/o dictatoriales.
En cualquier caso, el acercamiento a China no debiera ignorar dos parámetros. Primero, que la clave principal y determinante de su proceso es el nacionalismo. Segundo, que no debiéramos prescindir del contexto ni la perspectiva como tampoco de las singularidades de su magnitud, pensamiento y claves culturales. A ello debiéramos sumar la erradicación de una tendencia común en nuestros lares, el simplismo, la categorización sumaria, debiendo acostumbrarnos a reconocer los matices y la complejidad de los procesos.
La cuestión podría resumirse en adivinar cuánto resta de comunista en el PCCh o si es posible construir un sistema alternativo dando un rodeo por su antagónico, si este fuera el caso. Que en América Latina encuentre más comprensión se debe en buena medida a que sus propios procesos han triunfado a partir de la asunción de las claves nacionales, bebiendo en fuentes comunes pero procurando adoptar soluciones propias y adaptadas a sus condiciones singulares, reivindicando el fin de la corrección del modelo y poniendo el énfasis en su capacidad para transformar el país en función de los intereses de las mayorías sociales.
Sea como fuere, la crítica constructiva acompañada de un esfuerzo de inmersión en las claves que rodean su política parece hoy, como siempre, más recomendable que un entusiasmo ciego y justificador a toda costa o una crítica apriorística y aquejada de dogmatismo. Con seguridad, todos podemos –y necesitamos- aprender de todos.