El de este año no será el “debate” de política general al uso en las coordenadas parlamentarias chinas. Li Keqiang prometerá de nuevo la mejora de las políticas macroeconómicas para facilitar el crecimiento a sabiendas de que las reformas estructurales avanzan más lento de lo previsto. En la última reunión del Grupo Dirigente para la Reforma Integral que preside Xi Jinping se apeló a aplicar los acuerdos evitando otras decisiones programáticas. En provincias y sectores encuentran resistencias. Más de un centenar de documentos aprobados en veinte reuniones resumen una reforma que en muchos lugares solo ha sido de palabra. Los funcionarios se devanan los sesos analizando el “espíritu” pero no lo aplican.
El horizonte inmediato dibuja un lustro pletórico de retos y dificultades. Tan sombrío panorama se pretende atajar con un vuelco en el estado de conciencia del mandarinato que nos remite a los procedimientos de la época maoísta. Xi desempolva los discursos del Mao revolucionario para resucitar la épica de entonces y pone siete llaves sobre la información a fin de conjurar cualquier posibilidad de crítica que conlleve lo que llama pérdida de dirección o fuerza. El anunciado fin de las “discusiones indebidas” en el seno del Partido se completa con el cierre a cal y canto de los medios. La orientación no se discute. La incertidumbre y las dudas deben ser combatidas con energía positiva y un alto grado de conformidad con el Comité Central.
Tras la resurrección de la línea de masas (2013) llega el turno ahora de los valores socialistas centrales. El PCCh busca la purificación constante convencido de que la virtud le abrirá las puertas del éxito ganando altura ante una sociedad dubitativa. El lenguaje de Xi abandona el refinamiento y la ambigüedad de sus predecesores para reivindicar una uniformidad absoluta y sin matices en un entorno que reclama claridad y certeza en el diagnóstico. El ingenio y la audacia deben ceder el relevo a la adhesión inquebrantable al máximo líder, trascendiendo la frágil institucionalidad originada en las últimas décadas.
Las duras reformas podrían necesitar más años de los que el PCCh podría soportar. La exigencia de sintonía política por encima de todo debe poner sordina a las tensiones en el gobierno y en la sociedad. A voces como la de Zhou Ruijin, quien considera que los excesos de la censura constituyen una incoherencia en el discurso general de la reforma. Aun reconociendo el derecho del poder a guiar a la opinión pública, le niega el de suprimirla pura y simplemente contraviniendo las garantías constitucionales formales. Otras discrepancias como las expresadas por el magnate Ren Zhiqiang fueron calificadas ya de “equivocadas” y hasta de “connivencia con las fuerzas occidentales”, resaltando su poco agradecimiento con el sistema que le granjeó su prosperidad.
El PCCh cierra los canales de expresión internos a sus propios miembros y asocia cualquier crítica a intentos de derribar el control del partido sobre la ideología y de cuestionar una legitimidad acostumbrada a navegar sobre las olas de un crecimiento económico ahora en fase menguante. El diseño estratégico de la dirección central insiste en rechazar cualquier vacilación. El invocado cierre de filas equivale a validar sin fisuras la corrección del camino elegido para la reestructuración, que tiene aún pendiente de afrontar los capítulos más complejos con impactos sociales que podrían llegar a ser desestabilizadores.
Pero minimizar las dificultades económicas y expresar un sentimiento de absoluta confianza en el Partido y en el futuro pudiera no ser suficiente, un ejercicio a la postre cosmético y ficticio. Las reformas han originado nuevas estructuras sociales que representan intereses diferentes. Los intentos de aunarlos a todos aplicando altas dosis de ideología y voluntarismo contradicen una realidad a cada paso más compleja que amenaza con agrietar esa aparente solidez que el PCCh se esforzará por transmitirnos en estas sesiones parlamentarias anuales.