La corrupción es una lacra global, aunque las intensidades difieren de unos países a otros. Bien claro lo han dejado la OCDE y Transparencia Internacional en sus más recientes informes al respecto. En China, se dice, tiene una larga historia y es estructural. En tiempos modernos, una de las causas esenciales que llevaron al Kuomintang a perder la guerra civil fue la enorme corrupción reinante en sus filas. Y una de las mayores advertencias de Mao a las huestes del Partido Comunista se refirió al “proyectil almibarado”, la muerte dulce que podía acabar con su credibilidad.
La China actual, con Xi Jinping al mando, vive inmersa desde hace casi dos años en una muy intensa campaña contra la corrupción. De las más persistentes que se recuerdan. Aunque también abarca al poder central, tanto a las entidades políticas como empresariales, del estamento civil al militar, tiene un marcado acento territorial. Decenas de miles de funcionarios han sido sancionados. Varios centenares de corruptos huidos al extranjero han sido capturados. No hay día en que no se informe de una investigación o destitución por abuso de poder, malversación, cohecho, soborno, etc., mientras los equipos de investigación se personan en empresas o provincias para examinar la gestión de los responsables. La presión es tal que el suicidio se ha llegado a convertir en una opción para no pocos –en torno al centenar en dos años- tratando de evitar así la humillación pública y también la pérdida de lo obtenido ilícitamente a favor de sus próximos. Probablemente, a ello no es ajeno el hecho de que el número de opositores a funcionario en 2014 ha sido el más bajo del último lustro.
La caída del jubilado Zhou Yongkang, ex miembro del Comité Permanente del Buró Político del PCCh, lejos de ser la última de la lista, aventura nuevos nombres relevantes que ya suenan, desde el ex viceprimer ministro Hui Liangyu al ex vicepresidente Zen Qinghong, entre otros “tigres”. No menos importante ha sido la caída del general Xu Caihou, ex vicepresidente de la Comisión Militar Central, el más alto funcionario militar purgado desde la época de Mao.
La lucha contra la corrupción en China se asocia tradicionalmente con los periodos de relevo en la máxima dirigencia para deshacerse de rivales políticos y consolidar las bases del nuevo poder. En este caso, además, es inseparable del tono de las reformas en curso que afectan a monopolios y sectores privilegiados de diverso tipo, encontrando en la corrupción un argumento incontestable para vencer resistencias de los clanes firmemente asentados en las estructuras del sistema.
La actual campaña, no obstante, por su duración e intensidad se diferencia de todas las anteriores. Entre las singularidades cabría destacar la existencia de una firme voluntad política asociada a la superación del deterioro de la imagen del Partido Comunista; en segundo lugar, el fortalecimiento de los controles internos a través de la Comisión disciplinaria; en tercer lugar, la ejemplaridad de las condenas y una mayor transparencia en la gestión de los casos; por último, un rearme ideológico que pone el énfasis en una determinada ética.
Entre otros, dos fenómenos singulares, que diferencian a China de nuestro caso, llaman la atención. De una parte, la existencia de una Comisión interna del propio Partido Comunista, al margen de los órganos estatales llamados a actuar en estos asuntos, que se arroga la investigación de las violaciones disciplinarias y de la ley. Se trata de un mecanismo de justicia interna que obedece a consideraciones de índole política con el apoyo de un sistema, el shuanggui, que hasta ahora proporcionaba libertad prácticamente plena a los investigadores para lograr las confesiones, incluyendo la tortura. No hay supervisión de las autoridades judiciales de este mecanismo aunque recientemente algunos de sus funcionarios han sido procesados por conductas impropias. En segunda instancia, cuando procede, se trasladan los casos a la autoridad judicial previa expulsión del partido. De otra, el citado rearme ético. En un tiempo en que se promueven mayores dosis de liberalización económica con el acusado fomento de la propiedad privada y el papel del mercado, el PCCh no recurre siquiera al virtuosismo confuciano de sus antecesores inmediatos sino al tópico maoísta de la “línea de masas”, incluyendo sesiones de autocrítica, para capacitar funcionarios probos y a prueba de tentaciones, guardando así distancias con el recurso automático a procedimientos propios de la política occidental, por otra parte presentes al enfatizar más el papel de la ley en las actuaciones.
Las sombras de la lucha contra la corrupción en China nos advierten de la opacidad de los procedimientos, de la extrema dependencia del principal órgano llamado a combatirla y cuya primera lealtad es el propio PCCh, de la carencia general de garantías en materia de derechos básicos, la falta de independencia judicial, etc. No obstante, sin ser un modelo ni reivindicar atajos sistémicos, incluso en China parece evidente que sin contar con una voluntad política inquebrantable o imponer penas severas así como con instrumentos, empezando por los propios partidos, dotados de conocimiento sobre la geografía interna de las formaciones o un rearme ético, resulta difícil poner coto a la corrupción.